Moonfall y el día que no llega

En The 27th Day (1957), del prolífico artesano William Asher, un grupo de seis personas son seleccionadas por un ente alienígena de avanzada inteligencia que les otorga a cada uno una caja con la capacidad de liquidar toda vida humana en un radio de tres mil kilómetros, la cual únicamente ellos pueden activar. Vale mencionar la película de Asher, cómo podría hablarse de prácticamente cualquier otro título similar, para apreciar la forma en la que Roland Emmerich asimiló un modelo de producción que durante más de sesenta años se ha mantenido vigente.

La película de Ascher y su ambición conceptual llegó en el punto más álgido de la Guerra Fría, pregonando un mensaje de libertad y paz en el que la ciencia toma un papel secundario ante el virtuoso poder de la nobleza humana; mientras que en Moonfall (2022), el trabajo más reciente de Emmerich, llega en el contexto de un recalentamiento de las tensiones soviético-americanas y pregona el triunfo del más ignorante escepticismo, que admite como válidas y hasta indispensables las teorías de conspiración y las más risibles fantasías sobre el funcionamiento del universo.

La salvación del mundo en Moonfall recae en un entrañable y apasionado imbécil (John Bradley), quien sostiene la teoría de que la Luna es una “megaestructura” sostenida por inteligencia artificial. Cuando, durante una misión de mantenimiento satelital 2011, los astronautas Brian Harper (Patrick Wilson) y Jo Fowler (Halle Berry) son atacados por un extraño fenómeno, la NASA oculta toda la información sobre el incidente y marginaliza a Harper, acusándolo de demente.

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Diez años después, la Luna comienza a presentar anomalías en su órbita gravitacional que amenazan con crear un cataclismo que parece la suma de todos los anteriores fabricados por Emmerich, desde Día de la Independencia (ID4, 1996) hasta 2012 (2009). Aunque no estamos ante un esteta del nivel de Michael Bay (Transformers, 2004) o Paul W.S. Anderson (Event Horizon, 1997), las películas de Emmerich son reconocibles por el compromiso que adquieren con lo risible y lo absurdo en nombre del espectáculo y la emoción, siempre están diseñadas para llegar a la catarsis y detenerse ahí.

Emmerich sacia esa morbosa pulsión del público de ver al mundo colapsar en formas cada vez más aparatosas y, como en sus otros proyectos, el tamaño del fenómeno en cuestión demuele todos conocimiento científico, sólo que en Moonfall dicho conocimiento no sólo es rebasado por la magnitud el evento sino que basa toda su estrategia en ideas proporcionadas por juguetes de niños y representantes de los sectores con mayor rezago educativo en Estados Unidos. La película funge entonces como una reivindicación de la falacia, el absurdo y la ignorancia más ilustrada, coronada por un dramatismo tan efectista como el espectáculo de la misma película.

Emmerich suele confundir sentimentalismo con emoción y aunque sus intentos por generar una experiencia emocional/visceral a través de la lucha de figuras paternas por reconectar con sus hijos, como Dennis Quaid en El día después de mañana (The Day After Tomorrow, 2004); George Seagal, 2012; Mel Gibson, El patriota (The Patriot, 2001); y Patrick Wilson en Moonfall, resulta mucho más conmovedor ver la forma en la que el cineasta lo intenta al resultado en pantalla.

Quizá la cuestión es que Emmerich es un cineasta de gesto grandilocuente, digamos, de brochazo, que cuando trata de afinar detalles lo hace con tal brusquedad y torpeza que sus películas terminan por dejar esa sensación de abigarramiento que únicamente encuentra equilibrio y armonía en la destrucción del mundo, al menos mientras ese día no llegue y nos decepcione por no ser como lo ha pintado Roland Emmerich.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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