David Byrne aparece en el escenario, vestido con un sencillo traje gris y tenis blancos, trae colgada una guitarra acústica y una grabadora en la mano, que después coloca en el suelo junto al micrófono. Byrne se agacha para encender la grabadora, de las bocinas surge un ritmo sencillo que el vocalista usa de compañía para su guitarra, así empieza la primera canción: Psycho Killer. El fondo se ve a medio trabajar, hay herramientas y materiales por todos lados. Esta es una imagen un poco rara para una película de concierto, se sale de lo común, no tiene mucho sentido.
Conforme avanzamos por las canciones el resto de los integrantes se une a Byrne, primero la bajista Tina Weymouth para acompañarlo en una interpretación de Heaven. Los elementos se van sumando alrededor de Byrne, se complementan entre ellos en un prueba física y de ritmo. Creo que esta película puede funcionar perfectamente para hacer ejercicio, bajar de peso y cumplir todas las promesas de año nuevo que vamos cargando de una temporada a otra.
Así, desde el comienzo, la impresión que da la cinta es la de energía sin control. Este ritmo frenético hace que lo que debería ser sólo una película de concierto se sienta como algo más. Existen elementos que se resaltan en todas las películas del recital: la música y la cinematografía. Pero en Talking Heads: Stop Making Sense (1984) se debe resaltar la emoción y el impacto físico que proporciona ser el público de esta cinta.
El filme es un maratón, de sonidos, de pasos de baile incómodos y raros, de melodías que mezclan diferentes elementos como el punk y los sintetizadores, de ataques espasmódicos de ruidos sintetizados que te dejan tirado en el suelo convulsionando al ritmo de Life During Wartime. La energía se desborda en cada canción, en cada nota, en cada salto que dan los integrantes de la banda, en cada vuelta de la victoria que da Byrne al escenario.
Las acciones de Talking Heads son una catarsis, una contrapropuesta a todas las demás películas de concierto, hechas sobre escenarios extravagantes y llenas de fuegos artificiales. Completamente impersonales. Los elementos de la escenografía son andamios, plataformas negras, la sombra de Byrne, una lámpara, un sillón, el grupo, bailando de manera desenfrenada al ritmo de sus canciones.
El director, Jonathan Demme, comprende a la perfección al grupo, y le hace justicia siendo fiel a su estilo y alejándose de elementos comunes en otras cintas de este tipo. Nunca vemos al público, los escuchamos gritar emocionados. Nada más. Demme hace que el foco sea la banda y su música, manteniendo las cámaras sobre el escenario en todo momento. Lo más importante de todo, a pesar de los sencillos elementos de los que hecha mano la banda en el aspecto de escenografía, el director saca provecho de todos los visuales que se producen, lo que hace que la cinta sea también una experiencia visual muy satisfactoria.
Y Byrne es el centro de todo. Los momentos claves de la cinta vienen de su facilidad como frontman. De su simple presencia física se desprenden las imágenes que más perduran del filme. David Byrne transforma la presentación en un deporte, con reglas inventadas, que sólo Él sabe jugar como se debe.
Por Xavier R. Vera (@SoyXavito)