Ambulante | Yermo: Everardo González, paisajista

En un giro epistémico, el paisajismo en la pintura pasó de la imitación a la invocación. Ver el horizonte y después sólo recordarlo. No es novedad: la pintura, antes que el cine, conjuró la realidad. El trazo paisajístico se mueve siguiendo la luz: una puesta de sol, un amanecer, el zenit, la noche. No nada más. En un inicio de lo que se trataba era del movimiento. ¿Cómo pintar el viento, cómo el andar de un río que se pierde en el horizonte? Mientras esas preguntas eran respondidas en acto, Pieter Brueghel, El Bosco, Rubens y Jan van Eyck hacían paisajes que incluían personas, a veces muchas. Un cuarteto que hizo dinastía empero es en el paso del trazo del Bosco a Brueghel en donde se encuentra la muchedumbre dentro de un paisaje. El Bosco pintó El Jardín de las delicias entre los años 1500-1505 mientras que Brueghel, el Viejo, pintó Los proverbios flamencos en 1559. Ambas obras son monumentales. De dimensiones épicas, su mayor virtud es el ruido, los lamentos. En las invocaciones del Bosco vive lo mítico, lo inhumano y la extravagancia mientras que en las de Brueghel hay hedor, sudor, angustia y personas vivas o convalecientes. Brueghel fue un paisajista del tumulto. Tan radical fue su previsión que permitió la conjura de Martin Handford en aquella serie de libros de muchedumbres que se llamó ¿Dónde está Wally? (1987). Wally, el individuo asolado o guarecido contento entre la multitud, fue una artimaña de Brueghel. No es raro ver a personas que en los lienzos del pintor flamenco buscan algún artificio, un objeto metido ahí por diversión. Enigma o no, el paisaje de un Brueghel nunca se agota.

Yermo (2020) de Everardo González, es también una extensión de la plástica del paisajismo. O, con más arrobo, su reactualización. El salto no es fortuito. En México el paisajismo ha tenido dos artífices que, también desde otro arte, revitalizaron la noción de paisaje ya no como mímesis sino como acto de la memoria y la oralidad. Juan Rulfo pintó ese tumulto que es El llano en llamas y Elena Garro el estrépito de la memoria en Los recuerdos del porvenir. Rulfo conjura la muerte, los lazos, la redención. Hace que la muerte cuchicheé. Garro, además de hacer que la memoria padezca por su propia voz, congela el tiempo. El paisaje hecho por ella es radical: en el horizonte una nube cubre todo un pueblo. La nube y el tiempo dentro de ella se han detenido. De la bruma un hombre y una mujer montan un caballo. A galope la pareja está escapando. En la página siguiente ya no están. Regresamos unas líneas y ahí, recomienza su galope, la risa cómplice. Inventan un tiempo sin tiempo para poder vivir en paz. Un cuadro cuya mística es mitad móvil mitad extático. La tradición por la invocación del paisaje en México es aún más extensa. Alfonso Reyes en su Visión de Anáhuac (1915) hace un mapa del valle de México. José María Velasco, este sí paisajista pictórico, sin haber sido publicado aún, leyó ese mapa y anticipó Centinelas del silencio (1971), de Robert Amram. Toda la plástica, y esto incluye a la cinematográfica, es un trazo dilatado en el tiempo.

Everardo González recorre fronteras para seguir de cerca el rastro que dejó el mar: los desiertos. Como paisajista persigue, no sin candor, las brasas, el llano otra vez. En medio, las risas, la preocupación, lo cotidiano y la multitud. El desierto homologa un horizonte: el fuego, lo inclemente de lo árido. En el paisaje no hay romanticismo plausible, aunque sí posible. Cuates de Australia (2011) es una premonición en la paisajística de González. Sin protagonistas en el centro, todo importa. Qué miramos o a qué le prestamos atención es el lugar que nos corresponde y por eso inquieta a ciertas audiencias. Como en Brueghel: cada persona buscará lo escondido o, sino lo hay, lo inventará a su favor; he aquí la posibilidad de lo romántico de los paisajes de González. La poética en Yermo es de índole laica: revertir la mirada que demanda respuestas a sólo plantear preguntas. González contó que en el proceso de corrección de color de su película debieron “ensuciar” la imagen para que ésta no fuera bella o no nada más. Operatoria epistémica y política semejante a la que hace el cineasta chileno Patricio Guzmán quien en sus épicos paisajes documentales inscribe la memoria de los pueblos, el horror y la sangre que vinculan, por ejemplo, un observatorio astronómico y el terreno que lo sostiene como el lugar donde yacen los restos de miles de personas asesinadas durante la dictadura chilena en Nostalgia de la luz (2010) o mostrándonos cómo un trozo de nácar contiene el enigma del tiempo y la voz del mar que es también la de los y las indígenas de la Patagonia, de los mineros y los y las presas políticas en El botón de Nácar (2015). Ambos ven en el mar una memoria. Guzmán sigue el oleaje, González su erosión.

Instantáneas del yermo. Un hombre está frente a la cámara. Una voz le pregunta si la familia es importante y él responde que no, que él ya tuvo hijos y que ya se operó. Para ciertas geografías la familia es un centro, para otras nada. Un grupo de niños y niñas se bañan a cubetadas y, entre tanto, piden que se les tome una fotografía. Cada vez más niños y niñas se aglomeran demandando lo mismo. En lugares sobrepoblados, el hábito es hacer muchedumbre y así encontrar un lugar. Otra. Un bebé intenta tenaz subir a un camello que yace arrodillado. Lo intenta dos, tres veces. Aún sin producir palabras, el bebé clama ayuda. Una escena tierna porque, desde entonces, ese pequeño insiste en subir. Potente metáfora. No importa la edad, insistir no por un deber social superacionista sino por juego. Insistir no para competir sino por diversión. Esta sumatoria es muestra de cómo Everardo González hurta el orden del caos de un collage. Un documental ordenado por retazos. La producción, versa en los créditos, su llevó a cabo mientras se preparaba Tormenta de luz del artista visual y fotógrafo Alfredo de Stéfano quien en sus imágenes hace de los paisajes infinito. El título de la obra alude a eso: la luz cae para iluminar lo breve. Aunque inclemente, el yermo da a luz.

Lo que diferencia a Yermo para no ser pensado únicamente como cine etnográfico es que no da geolocalización. Transitamos suelos y lenguas como si, en efecto, fuera el viento lo que nos eleva o el mar el que nos arrastra. Eso es el poder de la invocación en la paisajística de González: volar sin alas, cruzar fronteras sin pasaportes, hablar todas las lenguas. Que la imagen respira, es algo que atestiguamos gracias al tiempo de cada plano y cómo estos se encadenan armónicamente. Aquí es evidencia del tumulto de las distintas creaciones que habitan el filme/paisaje. Paloma López Carrillo monta y edita con inspiración musical. Matias Barberis hace un diseño sonoro que suspira y palpita. La música de Raúl Vizzi roza la perfección, es una conjura con hálito divino. Hacia el final del documental hay dos instantes que son inolvidables. Una familia (mujer, hombre e hijo) hablan fuera de cuadro mientras posan mirando a la cámara. Sus voces parecen venir de un tiempo otro. Me gustaría viajar a muchos lugares, dice ella. Quisiera conocer el mar, afirma él. El desierto fue antes un mar. Los sueños, al menos en palabras de esta familia, son la añoranza del pasado. El último plano del documental, con los créditos, es el vuelo de gaviotas sobre el mar. Es el giro paisajístico unificado: de la invocación de una familia, que es todas las familias y todas las personas que anhelan un viaje al mar, a la realidad del oleaje y el vuelo. Sin alas, la cámara vuela y volamos con ella. Enigma.

Por JJ Flores Hernández (@JJFloresHdz)
Nuevo San Juan, San Juan del Río, Querétaro.
cuatro de mayo de dos mil veinte.

    Related Posts

    Ambulante | María Sojob, lingüista
    ‘La libertad del diablo’ y las secuelas de la guerra
    Diarios del FICM – Remate de Best-Sellers
    Ambulante | ‘Lucha México’: El sendero de la máscara
    Diarios del FICG: Miedo, pesadilla y olvido
    Presenta Ambulante los cortometrajes de ‘Injerto’