9º Ambulante | ‘El acto de matar’: El acto de verse

And there I found myself more truly and more strange.
Wallace Stevens, Tea at the Palaz of Hoon

Fue hasta que lo forzaron a escribir sus memorias de la Unidad 731 que Ken Yuasa se dio cuenta de lo que había hecho. Su consciencia ascendió de entre justificaciones imperialistas cuando describió en papel las disecciones que les practicó a prisioneros de guerra vivos, que morían tras experimentar largos procesos quirúrgicos sin anestesia. La verdad emerge, muchas veces, como un vómito inducido por una voz que tardamos en reconocer como nuestra. Harold Bloom explica este fenómeno como overhearing, oírse; el apropiarse de la voz que sale de la boca propia como un consejo ajeno. Se es uno y se es otro mientras se lee un poema que alivia el espíritu.

Joshua Oppenheimer conduce un ejercicio similar, mediante la actuación, para lograr que un hombre se encuentre con su culpa en el documental El acto de matar (The Act of Killing, 2013). Anwar Congo, quien asesinó incontables comunistas durante el golpe y la subsecuente dictadura militar en Indonesia en 1965, vive desapegado de sus crímenes mediante una vida disoluta de alcohol, baile, “un poquito de mariguana” y otro “poquito de éxtasis”. Oppenheimer le pide que actúe junto con sus colegas las ejecuciones que llevó a cabo durante aquellos años en que ayudó a fundar la Juventud Pancasila, una organización paramilitar inventada y habitada por preman, los gangsters locales, que ahora son cabezas del régimen.

Las escenas son filmadas en los estilos cinematográficos favoritos de los preman: western, musical, y de gangsters, para satisfacer su intención de hacer un autorretrato que sólo la audiencia podrá encontrar pueril, grotesco y autocomplaciente. En esta República Gangster, el pensamiento político se limita a la justificación mediante el lenguaje, que reduce la humanidad de los enemigos a “comunistas”, y que no encuentra remedio al pasado ni lo necesita. No es que no quieran vengarse los hijos de las víctimas, es que no pueden. La culpa, sin embargo, no es imposible, pues Anwar confiesa vivir agobiado por pesadillas de las que se refugia en los enemigos de Dickens: la ignorancia y el deseo.

Desafortunadamente para el alma de Anwar, su contexto social es un obstáculo para la rehabilitación de su sensibilidad. Los periodistas rechazan el pasado o fueron cómplices de él y las esferas de poder son niños asesinos que no crecieron. Este hombre es un retrato de una generación; de un momento que precede la dictadura militar indonesia y que se extiende a nuestros días. Este país, como la muestra Oppenheimer, es paraíso criminal y pesadilla de la civilización hecha realidad. Irrealidad real.

Y sin embargo hay esperanza. Cuando Anwar actúa como víctima, una cosmogonía se quiebra. En su rostro, mientras finge ser asesinado, vemos la convicción de un hombre ante su último aliento. La certeza de la mortalidad asusta al preman, al hombre libre, según la etimología inglesa, y lo condena a una cárcel donde el castigo es la revelación. “Sentí por un momento que había muerto”, le explica a su coestrella, Herman. Anwar comprende lo que hizo. Cuando Oppenheimer lo guía de vuelta a la oficina en la que al principio de la cinta Anwar le explicó, jugando, riendo, que había matado gente y hasta diseñado un sistema para ahorcarlos y no ensuciar el piso con tanta sangre, el preman pierde el control de su cuerpo, que le deja sentir la vergüenza reprimida.

Oppenheimer ha diseñado en El acto de matar  un espejo para que Anwar haga algo más que oírse en el sentido de Bloom: verse. Y el documental actúa de la misma manera al mostrarnos lo que podría entenderse como una toma continua, larga, de un Anwar hacia otro; del cerrado al abierto, del depredador a la presa. El cine funciona como poema y expande la consciencia. Es difícil saber si salvó la vida de Anwar, pero no es imposible creerlo cuando comienza a llamar “seres humanos” a todos los comunistas que mató. Joshua Oppenheimer logra en su cinta un ejercicio humanista que nos hace contemplar el terror y encontrar su absolución en la aquiescencia.

Por Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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