La muerte y la decadencia tienen una energía, un ritmo particular que, usualmente, relacionamos con la ralentización del tiempo o el agotamiento. Aunque esos rasgos sin duda están presentes, hay un vigor específico que los anima, como aquel que mueve a los fantasmas. En Vortex (2021), el argentino Gaspar Noé filma la que quizá sea su película más vigorosa –incluso más que la frenética Climax (2017)–, así como la más carnal y corpórea –infinitamente más que Irreversible (2002) o Love (2013)–. Una en la que la muerte se presenta como la fuente de energía más pura y, por ende, la más abrasiva e incontenible.

Si en otras películas de Noé la destrucción del cuerpo es eminentemente externa, en Vortex el núcleo destructivo es completamente interno, concentrado en el cerebro y en el corazón. Órganos vitales cuya descomposición es tan poderosa que se ve en la necesidad de distenderse el tiempo. Como en Amour (2012), la película sigue a una pareja de ancianos en un departamento ubicado en Francia mientras combaten el inminente deterioro físico y mental, pero la película de Noé conserva una materialidad específica que elude a la de Michael Haneke: Emmanuelle Riva nunca pierde la mirada, su presencia es aún tangible; mientras que Françoise Lebrun es un fantasma que deambula en un mundo que le es vagamente familiar. Haneke filma ese deterioro como una tragedia muda, Noé como una implosiva catarsis.

Desde los créditos con los que inicia la película –como en otras de Noé–, se anuncia una sensibilidad particular, si bien las referencias del argentino no son usadas de forma meramente nostálgica u “homenaje”, sino aplicadas con la misma diligencia y rigor como la de su protagonista masculino, un académico que para su ambiciosa obra final pretende estudiar el potente vínculo entre sueños y cine. Que ese personaje esté interpretado por el enorme cineasta italiano Dario Argento no es meramente casual, sin embargo la admiración no se interpone en la forma de presentarlo. Noé no es reverencial con la iconografía que representan sus dos protagonistas, sino que adopta una postura reflexiva, incluso crítica.

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Antes que los íconos, están las personas. Ahí es donde Noé usa hábilmente el peso iconográfico tanto de Argento como de Lebrun. Aquí, la forma más adecuada de demostrar admiración por los ídolos es desmitificarlos, no reverenciarlos, y diseccionar su legado en lugar de mantenerlo íntegro para que sus diásporas puedan encontrar una renovada vitalidad. Pulverizar para sobrevivir, un ejercicio vagamente similar a lo hecho por Jean-Luc Godard con Fritz Lang en El desprecio (Le Mépris, 1963), aunque con una finalidad y un alcance ciertamente distinto.

Desde el inicio –con el color deslavado en su fotografía y los abundantes planos de flores, vino y pan que parecen semejar una ofrenda–, Vortex tiene una cualidad mórbida que guarda también retazos de serenidad y sabiduría. Noé ya no parece tan interesado en provocar como antes, ahora parece percibir una cercanía distinta con la desbordada energía destructiva de su filmografía: al poner su año de nacimiento junto al de sus dos protagonistas en los créditos al principio de la película, admite que, quizás, el fin de la vida no se da en el éxtasis de una fiesta o por el exceso de los placeres del cuerpo y la mente, sino simplemente por la descomposición a paso casi glacial de la carne que compone tanto el cerebro como el corazón.

Nos presenta una fantasía de muerte que no es solamente simbólica, sino conmovedora: a los pies de una pantalla en la que se ve una escena de una película de Andréi Tarkovski. Porque al final, el cine sigue siendo una negación de la muerte y el espacio donde colisiona lo intangible y lo material. Tal vez ese sea el indescriptible lugar al que viaja el cerebro en un lapsus demencial como los que experimenta Françoise Lebrun a cuadro.

Un viaje tan vertiginoso y voraz que nos arrebata del mundo.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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