‘Todas las mañanas del mundo’: el enfrentamiento artístico como fuerza creadora
Visto desde una primera instancia, Tous les Matins du Monde (1991), el décimo largometraje del director francès Alain Corneau, aparenta ser un acabado ejemplo de lo que se conoce como la “calidad cinematográfica francesa”, pues los elementos que suelen presumir dicho tipo de films (que, por supuesto, se encuentran perfectamente presentes en éste), logran hacer, en ciertos casos, que algunos sectores del público (aquella clase de pendejos que no saben distinguir entre “círculo” y “redondo”) se confundan al percibir a este tipo de películas como una corriente y no como la simple etiqueta.
Etiqueta que se refiere, con gran frecuencia, a los ámbitos ideológico-estéticos,pues estos elementos resultan tener una presencia constante en muchas de las producciones francesas, no obstante, a fin de cuentas, pueden llegar a ser mera parte del decorado, ya que es historia conocida que dichas cintas representan, las más de las veces, la carta fuerte de la industria cinematográfica del país galo en lo que se refiere a la exportación, comercialización y el reconocimiento de ésta en el extranjero.
Asimismo, dichos elementos (fácilmente reconocibles) no suelen ser debidamente aprovechados del todo en muchos de los casos. A saber : la cuidadisima ambientación y reconstrucción de un pasado, idealizado y sanitizado las más de las veces, así como una preciosista dirección de fotografía, supervisada hasta el menor detalle; las fastuosas locaciones (como el infaltable palacio de Versailles, escenario clave que no puede faltar en ninguna superproducción histórica, local o gringa, que se respete), bandas sonoras majestuosas, ya sea inspiradas o tomadas expresamente de la música barroca del siglo XVII, y por supuesto, a no pasar por alto los extraordinarios repartos, como en la cinta que nos ocupa: imposible de rechazar resulta la oportunidad de ver juntos de nuevo a la pareja protagónica de Cyrano De Bergerac (Rappeneau, 1990): Gerard Depardieu y Anne Brochet, así como al notable Jean Pierre Marielle, e incluso, al malogrado hijo de Depardieu, el joven actor Guillaume Depardieu (fallecido en el 2008, a los 37 años de edad).
Ahora bien, lejos de presumir dichos elementos de un modo meramente ornamental (un grave error en el que suelen incurrir repetidamente los cineastas franceses menos avezados), lo que resulta clave para los notables resultados de la empresa, es cómo Corneau sabe valerse de todos los medios disponibles y hacer que éstos funcionen en perfecta armonía, haciendo gala de una sutil dirección de actores (todos estos, totalmente creíbles en sus papeles), la esmerada atención que Corneau presta a un guión escrito en colaboración por él mismo (obvio, no podía ser menos) junto con Pascal Quignard, basado en la novela de este último –como en el caso de Alfred Hitchcock y su Vertigo (1954), o de Manoel De Oliveira (Vale Abrao, 1994) la novela Tous les Matins du Monde fue escrita por Quignard a peticiòn de Alain Corneau– y el perfecto conocimiento tanto del cineasta como de el escritor de la música francesa de los siglos XVII y XVIII.
La película presenta el enfrentamiento de dos concepciones respecto al arte y su creación, totalmente diferentes la una de la otra, dos maneras distintas de concebir el mundo: la oposición luz/oscuridad, la primera encarnada por el músico y compositor Marin Marais (Depardieu) y la segunda, por su maestro, Monsieur De Sainte Colombe (Marielle).
La historia arranca con un largo primer plano de un Marin Marais avejentado, quien, a pesar de ser reconocido como máxima figura musical de la corte, lleno de honores y reconocimientos, no puede dejar de sentir el apabullante peso de los años encima, ni de rememorar a su maestro, y una irrefrenable sensación de arrepentimiento y culpabilidad por lo que él considera como un fraude en contra de la persona de su riguroso mentor.
Este Marais, quien muestra su arrepentimiento delante de sus alumnos, decide hacer partícipes a éstos de sus vivencias personales al lado de Sainte Colombe, en lo que, al principio, se muestra como un nostálgico viaje introspectivo dentro de la historia y la psique del personaje para, posteriormente, terminar convirtiéndose en una postura de aceptaciòn del hombre hacia la naturaleza y al arte creativo, salpicada de ecos místicos (por no decir, sobrenaturales), y un ajuste de cuentas con su pasado.
Es poco lo que sabe de Monsieur de Sainte Colombe. Se desconoce la fecha exacta de su nacimiento y muerte, no obstante, los escasos datos que han llegado hasta nuestros días nos hablan de que se trataba de un músico extraordinario, maestro sin par de la viola da gamba, a la que, se dice, dio su séptima cuerda, en busca de un sonido más evocador, grave y melancólico al mismo tiempo, además de una novedosa postura, con el objetivo de lograr sostener la viola con las rodillas para una más armoniosa ejecución (y es en este sentido que los detractores del film han hecho hincapié, pues éstos, o al menos los músicos profesionales, afirman que, salvo el personaje de Giullame Depardieu, quien en la vida real fue estudiante de violonchelo, el resto de los actores sostiene los instrumentos de manera errónea, lo que, para la opinión de dichos músicos, este hecho resta cualquier ápice de credibilidad al film) mientras que de Marin Marais (1656-1728) se sabe que fue un afamado violagambista y músico de la corte de Luis XIV, quien, como la inmensa mayoría de los músicos de la época, solía dirigir a la orquesta con su propio bastón de mando, y según la leyenda, esto fue causante de su muerte por gangrena al golpearse un pie.
Y es precisamente hacia esta laguna histórica que tanto Corneau como Quignard dirigen sus dardos y nos ofrecen una magistral interpretación personal de los hechos. Se nos describe la relación/rechazo entre ambos hombres, la que, en un principio, parece involucrar posiciones irreconciliables respecto a la creación artística y los enfrentamientos entre los dos personajes derivados de su concepción de la música.
Sainte Colombe es un jansenista convencido; los jansenistas se distinguían por su moral y modo de vida totalmente austeros, su sobriedad y su absoluto rechazo a todo lo que pudiera parecer ornamental, y el Sainte Colombe de Corneau y Quignard es un hombre que sigue, rigurosamente y al pie de la letra dichos principios, los cuales aplica a su vida diaria, la que es dominada por la frugalidad, la severidad y el silencio. Se trata de un silencio autoimpuesto que implica la pérdida voluntaria de su contacto con el mundo y su relación con los demás, especialmente después de la muerte durante una velada de su joven esposa, Madame de Sainte Colombe (Caroline Sihol), un hecho que le dejara profundamente marcado, y del cual nunca podría perdonarse por no haberla asistido en sus últimos momentos, pues, paradójicamente, él se encuentra tocando para un noble señor moribundo, por lo que decide aislarse del mundo en el interior de una cabaña de madera ubicada en su jardín, donde anota sus composiciones y en donde comienza a tratar de descifrar los misterios del arte musical.
Es tal su severidad hacia su arte que extiende su rigor técnico y creativo hacia sus dos hijas pequeñas, Madeleine y Toinette (“Vuestra madre sabía hilar palabras de manera hermosa, yo no. No encuentro placer alguno en hablar, en la lengua”) entre silenciosas muestras de afecto, largas sesiones de enseñanza en las que introduce a éstas al mundo de la viola, así como severos, intransigentes (y silenciosos, también) castigos. No obstante, una situación excepcional aligera un poco el peso de esta ardua rutina: el espíritu de Madame de Sainte Colombe se hace presente ante los ojos arrasados de lágrimas de su esposo (en una de las escenas más cálidas y bellas del film), mientras se encuentra encerrado en su cabaña tocando improvisaciones con su viola, por lo que, a partir de ese hecho, el músico se someterá aún más a larguísimas sesiones de 17 horas diarias de solitario perfeccionamiento de su arte.
Contrario a sus deseos, su fama como músico extraordinario llega a los oídos del mismísimo Rey de Francia, a quien rechaza cuando aquel le “solicita” se integre a la corte (“Mi corte son los peces y los árboles. Prefiero mil veces el verde de los bosques que los palacios de vuestro Rey…” le responde altaneramente al mensajero real).
Un hecho vendrá a alterar, años después, la austera y rigurosa rutina. Una mañana, aparece un joven Marin Marais (Giullame Depardieu) quien ruega a Sainte Colombe le acepte como su pupilo. Éste cede, pero nunca deja de ser duro, directo (“Tocarás muy bien, y lo que compongas gustará en la corte, pero nunca serás un músico verdadero. Te acepto como alumno por tu dolor, no por tu música…”) pero las mentalidad de Marais es lo opuesto a la de Sainte Colombe, pues la meta que Marais se ha impuesto después de años de pobreza es conquistar el reconocimiento y la fama como músico en la corte del Rey, por lo que los choques entre el maestro y su alumno son constantes, esto, aunado al hecho de que Marais no deja pasar la oportunidad de seducir a Madeleine, la hija mayor de Sainte Colombe (Anne Brochet) a quien finalmente abandona después de una violenta discusión con su padre, después de que éste descubre que el joven tuvo el “atrevimiento” de tocar en Versailles.
Abandonada, Madeleine da a luz a un hijo muerto, por lo que se va dejando secar paulatinamente, hasta que cae en una severa depresión que termina conduciéndole, finalmente, al suicidio. “Todas las mañanas del mundo son caminos sin retorno…” afirma a guisa de conclusión de esta secuencia la voz en off de Marais, y resulta ser una escena resuelta con una sobrecogedora efectividad, mientras que éste consigue la fama y el reconocimiento como músico de la corte, primero a las órdenes de Jean Baptiste Lully, y después por derecho propio.
Sin embargo, al paso de los años, Marais no puede olvidar ni dejar de añorar la grandeza de su maestro, y, subrepticiamente, comienza a partir todas las noches sobre su caballo, para guarecerse a a escondidas debajo de la la cabaña del jardín, anhelando escuchar, aunque sea por una última vez a Sainte Colombe, sin perder la esperanza de reconcialiarse con su antiguo mentor y consigo mismo.
Tous les Matins du Monde es, sin duda, un filme delicioso. Pleno de diálogos logradísimos y ¿por qué no?, conmovedores, como la escena del reencuentro entre ambos hombres:
–¿Podemos intentar una última lección, Maestro? –pregunta con lágrimas en los ojos Marin Marais.
–¿Podemos intentar una primera lección, Monsieur…? –le responde Sainte Colombe.
No obstante, el eje alrededor del cual gira esta estupenda cinta, es, ni más ni menos, la música. La música es aquí la razón misma de ser de las imágenes, las cuales no podrían concebirse igual, o simplemente existir, sin ella. Es la música la que determina, también, los estados de ánimo, el ir y venir de los protagonistas, sus encuentros y desencuentros, como las repetidas visitas fantasmales de la esposa de Sainte Colombe, así como el contraste entre los mundos en los que se mueven los personajes. También es la guía de la logradísima secuencia del corte directo que se hace de la austera cabaña de Sainte Colombe al palacio de Versailles, cuando éste, a petición de Madeleine, manda a llamar a un ya maduro y exitoso Marin Marais (Gerard Depardieu), quien se encuentra dirigiendo la soberbia Marcha para la ceremonia de los turcos de Jean Baptiste Lully, haciéndose visible y audible, la evidente diferencia entre ambos mundos, las dos ideas dimetrialmente opuestas de la música, oponiendo la austera oscuridad de la casa Sainte Colombe contra la luminosidad abigarrada de ornamentos del salón versallesco.
Otro aspecto que resulta muy interesante del film de Corneau es el hecho de que el director no presta demasiada atenciòn a las enseñanzas técnicas, sino al significado verdadero de las composiciones. Para Sainte Colombe, la música se encuentra en todas partes, en el viento, en el agua, en el roce del pincel sobre la tela e, incluso, en el sonido de la orina de un hombre cayendo sobre el pasto.
Tous les Matins du Monde es un extraordinario homenaje a la música, al arte de la viola da gamba, así como una profunda reflexión sobre los complejos mecanismos que encierra la creación artística, una historia que versa sobre los significados que encierra la pasión por el placer, el goce o el deber inherentes al arte, y los significados que guarda la pasión y la inspiración, cuando ambas son genuinas.
Imposible pasar por alto la contribuciòn en la banda sonora, de ese portentoso músico de origen catalán llamado Jordi Savall (con esta cinta, Savall consiguió reconocimiento internacional), quien al frente de músicos igualmente extraordinarios como Christophe Coin, los hermanos Pierre y Jerome Hantaï, y Montserrat Figueras, entre otros y valiéndose de las composiciones tanto de Marais como de Sainte Colombe, logran evocar magistralmente acordes violentos y delicados de la viola da gamba, los ambientes, el espíritu y los contrastes del barroco, así como los conflictos internos de los personajes.
Todas las mañanas del mundo son un camino sin retorno.
Por Venimos, los jodimos y nos fuimos
Todas las mañanas del mundo (Tous les matines du monde)
Francia, 1991
DIR Alain Corneau
CAST Jean-Pierre Marielle, Gérard Depardieu, Guillaume Depardieu, Anne Brochet, Carole Richert, Michel Bouquet, Jean-Claude Dreyfus, Yves Gasc, Jean-Marie Poirier, Myriam Boyer
Dur. 115 minutos