Sueños, de Akira Kurosawa: La fiesta de la naturaleza

Es relativamente fácil ver por qué un cineasta como Akira Kurosawa encontró una acogida tan cálida entre cineastas estadunidenses como Martin Scorsese, Steven Spielberg o George Lucas. Kurosawa es un cineasta que rebosa una virilidad que no da lugar a ningún tipo de sutileza, es tan brusco como contundente, así como un constructor de metáforas visuales de enorme transparencia: su cine usualmente no admite ningún tipo de opacidad, misterio o sutileza. Por ejemplo, en El ángel ebrio (Yoidore tenshi, 1948), la imagen de un charco de agua turbia se repite de manera recurrente y a lo largo de la película como un ominoso recordatorio para los personajes principales de su inescapable condición. Kurosawa, fuertemente influenciado por los “grandes” autores como William Shakespeare o Leon Tolstoi, demuestra capacidad y destreza para desenvolverse en temas y espacios vastos, pero que en espacios más íntimos y cerrados, se siente rebasado por la grandilocuencia de sus gestos.

En una entrevista entre los críticos Jean Claude Biette y Jean Narboni, éste último decía que hay cineastas que rivalizan con el mundo haciendo una reconstrucción demiúrgica del mismo y aquellos que buscan el esplendor de la verdad y del mundo. Narboni mencionaba a Kenji Mizoguchi como el ejemplo absoluto de ese esplendor de la verdad”, en oposición al cine de Akira Kurosawa, que se consideraba “dislocado”. La objeción de Narboni tiene un punto importante: en la gran mayoría de las películas de Kurosawa: existe primero la intención de reconstruir el mundo antes que capturar cierta esencia del mismo y siendo el cineasta japonés un artesano admirable que se escondía a sí mismo en cada una de sus cada vez más elaboradas piezas.

La última película de Akira Kurosawa se construye sobre sueños, cada uno de ellos dotados de paradojas e ironías que resultan insólitas en una filmografía que durante décadas transmitía tantas certezas. Desde el primer episodio, Kurosawa revela una naturaleza onírica y fantástica que lo acerca con cineastas connacionales como Masahiro Shinoda, Kaneto Shindo o el gran Tomu Uchida, un creador de bellísimos dioramas fílmicos como los que rebosan en Koiya koi nasuna koi (1972).

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En el primer sueño, un niño espía un ritual de la naturaleza que no le está permitido ver y, después de ello, un zorro acude a su casa para dejarle a su madre una daga con la que tendrá que suicidarse. La madre le dice al niño que debe ir a disculparse con los zorros para sobrevivir y poder entrar de nuevo a su casa. El sueño, como casi todos los que componen la película, termina de forma anticlimática, con el niño llegando a un arcoiris, al final del cual supuestamente habitan los zorros. Kurosawa va hilando una reflexión sobre la intromisión del ser humano en la naturaleza, que comienza su transgresión desde algo tan aparentemente inocente como ver hasta llegar a la alteración del mundo usando la radioactividad.

Kurosawa tiende un puente también con tradiciones y folklore japonés que habían eludido de cierta forma la mayor parte de su filmografía. Es una suerte de reconciliación con las tradiciones artísticas de su país y con el mundo mismo. La armonía se busca a través de una digresión sencilla en su estilo, mucho más dubitativo e incluso zozobrante, Sueños no tiene la apariencia de la película de un “maestro del cine” -lo que sea que eso signifique- sino la de alguien que se acerca al medio por primera vez, con sigilo, timidez y enorme reverencia. Los episodios que componen la película apenas parecen estar conectados temáticamente, se sienten dispersos pero consistentes en forma y estilo.

Todos estos sueños, sin duda, pertenecen a la misma persona pero, como los sueños mismos, tienen esa cualidad de ser profundamente vívidos después de haberlos presenciado, pero lentamente se van diluyendo de la memoria. No es casualidad que ninguna de las imágenes e incluso la película misma, tenga una presencia contundente al hablar del trabajo de Kurosawa. La película, en todo caso, se considera como una obra de naturaleza meramente anecdótica, un epílogo que poco o nada comparte con Rashomon, Shininn no samurai o incluso Ran, representando una ruptura temática y de estilo quizá únicamente comparable a lo hecho con Dode’s ka den (1970) y algunas secuencias oníricas aisladas presentes en El ángel ebrio o en Kagemusha (1980).

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Aquí, los sueños de artista que no incitan tanto un análisis psicológico, dado que se escabullen y se esconden en su artificio. Son sueños que no buscan una explicación ni sentido, sino solamente un lugar en el mundo y en la imaginación, con todas sus contradicciones. Kurosawa plantea una naturaleza que actúa de forma amoral, que puede ser cruel o generosa dependiendo del trato que se tenga hacia ella. En estos sueños, la nieve quema, llueve solo cuando hay sol, los arcoiris son radioactivos y los colores más vívidos, son los más sombríos. Quizá por ello para Kurosawa resulta fascinante la figura de Vincent Van Gogh, interpretado por Martin Scorsese -quien hace su mejor esfuerzo por imitar a Kirk Douglas en Lust for Life (Minnelli,1956)- y la forma en la que el pintor representaba la naturaleza.

Kurosawa parece compartir con Van Gogh una ambición peculiar: aquella de pretender que sus representaciones del mundo puedan rivalizar, en complejidad y belleza, con el mismo. Un sueño de seres inocentes e ingenuos que son, antes que otra cosa, artistas. Ante el abrumador poder del mundo y sus fenómenos, Kurosawa renuncia a la ambición de reconstruirlo y en su lugar, meditar sobre la acción humana en el mismo.

¿Cabe dentro de esa intromisión humana que denuncia Kurosawa en la película, la representación de la naturaleza? Si mirar algo prohibido es punible con la muerte, ¿qué castigo viene con representarlo? La reflexión viene en un momento de gran serenidad en la vida del cineasta, quien falleció unos años después de haber concluido su penúltimo largometraje, al que seguiría el planteamiento antibelicista -y antiamericano- de Hashi gatsu no kyoshikyoku (1991) y la afable y serena comedia de Madadayo (1993), epílogos que se desprenden de las reflexiones vertidas en estos Sueños. Estamos ante un cine sensato que ya no rivaliza con el mundo como afirmaba Narboni, sino que celebra su fracaso ante él. La película cierra, después de la reflexión de un hombre viejo sobre cómo vivir en armonía con el mundo, con un funeral alegre y jubiloso, la única forma posible de concebir la muerte, aunque sea solo un sueño, ahí donde nuestra muerte es celebrada por la naturaleza.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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