‘Stranger Things’ y esa extraña cosa llamada nostalgia

Es difícil escribir este texto, sobre todo cuando se disfruta lo que se ve en la pantalla pero se odia lo que se ha escrito sobre él. Para hablar de Stranger Things (2016) podría hacer, nuevamente, el repaso realizado por muchísimas publicaciones alrededor del mundo y nombrar todas y cada una de las películas homenajeadas, sutilmente revividas; también podría hablar de la calidad de la manufactura, de la labor de los hermanos Duffer; podría, sin más, seguir alimentando el monstruo de escrituras que, desatinadamente, han puesto a la serie de Netflix como una de las mejores de la historia.

Si lo pensamos un poco, el maremoto Nostalgia ha hecho que los grandes productores se conviertan en los Víctor Frankenstein contemporáneos: pedazos de aquí, pedazos de allá, resurrección y al final, ideas, sí, nuevas, pero que no se construyeron desde cero. Aclaro: en el caso de Stranger Things esta Nostalgia no elimina sus bondades narrativas y formales, y en ese sentido, ejecuta un buen trabajo de reapropiación: desde el género, el manejo del suspenso, la intriga y el repaso de obras cinematográficas para tratar de darles una nueva dirección no es asunto sencillo. Cuando hablamos de un producto para la televisión, en un mundo en donde aún predominan los prejuicios y la condescendencia para la mal llamada “caja idiota”, ser testigos de la dedicación y la pericia de los hermanos Duffer, es algo que se debe agradecer.

Si bien el terror, los monstruos, el miedo, son terrenos poco explorados en la pantalla chica, podríamos enumerar algunos ejemplos sobresalientes como la pionera The Twilight Zone, el experimento de Hitchcock con Alfred Hitchcock Presents, hasta las contemporáneas como American Horror Story, Penny Dreadful, Hemlock Grove, The Strain e incluso Slasher; series que, con sus altibajos, añadieron a la parrilla televisiva propuestas atractivas, pero que de una u otra forma, firmaron su sentencia al adentrarse en el complejo laberinto de lo que significa abordar aquello que está fuera del entendimiento humano. Pero el intento está ahí, presente, construyendo un camino que, con suerte, ofrecerá la siguiente gran obra de terror audiovisual.

Así, pensemos un poco y demos oportunidad a más cosas, dejemos de creer que Stranger Things es lo mejor que le ha pasado a la televisión y preguntémonos: si hay campo fértil que funciona más allá de un extraordinario soundtrack, ¿por qué esta serie es, por el momento, el ‘fenómeno’ del verano? Y para responder es fundamental saber que lo que ofrecen los hermanos Duffer no es algo novedoso: ante nosotros tenemos un arco argumental similar a otras producciones, ese suspenso que año con año acapara cines, carteleras, esos elementos paradigmáticos, clásicos: monstruo, desaparición, muerte, el héroe, los amigos del héroe, la oscura organización gubernamental… los buenos contra los malos, eso que comenzamos a conocer desde 1800 con producciones como The Devil in a Convent, pasando por Nosferatu, a Symphony of Horror (1922), y en el caso de Stranger Things, todo el universo ochentero de terror.

Lo sé, es imposible negar que el basto universo audiovisual se compone de patrones similares (sean o no de este género, sean cine o televisión), y que es una discusión infértil querer darle vigencia al termino “originalidad” a cualquier producto cultural, y aunque Stranger Things no es un remake, no es necesario llegar a ese punto para comenzar a pensar que hay algo preocupante y que se engloba en la palabra “cinismo”: una actitud que ensalza, eleva, sobrevalora. Stranger Things es inteligente, sus creadores son inteligentes y al aceptar su origen, la intencionalidad de sabernos suspirar por los Atari, las playeras de rayas y los bailes escolares, añaden un toque atractivo, casi “honesto” pero, ¿por qué eso seduce, atrae?

El problema, no es Stranger Things, no el producto como tal, mucho menos el acto de seguir creando desde la televisión, es, más bien, con ese desfachatado fenómeno que camuflajea la crisis y el desierto de ideas, con los homenajes, la malentendida nostalgia que consumimos sin más, sin cuestionar, sin digerir, la que convertimos en trending topic, la que acapara una agenda de medios y deja en el olvido muchas cosas más. Stranger Things es un producto que funciona, sin embargo, gracias a esta necia añoranza que hace que su apreciación se salga de los estándares justos: ¿qué es lo que vale cuando se filma algo? Hasta el momento, y el principal atractivo en la pantalla chica, es (o era) la capacidad inventiva para ofrecer obras audiovisuales singulares, únicas, propias.

Espero poder leer este texto en diez años, tener más claro las implicaciones de este fenómeno y volver a escribir para reafirmar o disculparme por todo lo anterior. No lo sé, probablemente, con el tiempo, Stranger Things revolucione la pantalla como lo hicieron The Wire, Sopranos, Mad Men, y seguro, en unos años, me arrepienta de esto. O quizá no. Pero si de algo estoy segura es que los espectadores somos, en mayor o menor medida, los responsables de esta bola de nieve imparable: una maquinaria que nos está consumiendo pero que no podemos ni queremos parar: es más sencillo revivir, suspirar, retroceder un poco y recordar los buenos tiempos. Ya lo decía el emblemático Don Draper en Mad Men: “Nostalgia es una palabra delicada, pero potente. En griego, ‘nostalgia’ significa, literalmente, ‘dolor de una vieja herida’. Es una punzada en tu corazón más poderosa que la memoria”. Ahora no la sentimos, pero eventualmente esa herida, esa punzada nos paralizará porque no recordaremos la emoción genuina de desafiar lo establecido, de crear, de formar. No hay duda, así como el Demogorgon, la Nostalgia no tiene rostro.

Por Arantxa Luna (@arantxalunaa)

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