‘Pasajeros’: El despertar del escape

La ciencia ficción, cuando menos la que trasciende y perdura en la memoria colectiva, usa la angustia como un componente central para su efectividad. La soledad, el miedo la destrucción o la creación de nuestro propio fin son temas muy cercanos a la angustia y vacío pero que siempre preferimos mantener distantes en la incesante búsqueda de placer, cuando menos así parecen haberlo entendido los poderosos de Hollywood: la angustia y la ambigüedad moral son veneno para la taquilla.

Este es el problema fundamental de Pasajeros (Passengers, 2016), la nueva película del cineasta noruego Morten Tyldum (responsable del mediocre Código enigma), en la que una deslumbrante nave (que bien podría haber sido diseñada por Renzo Piano) lleva a millares de personas a una utópica colonia espacial en un viaje de 120 años, una lluvia de meteoritos provoca una falla que despierta a Jim Preston (Chris Pratt) y Aurora Lane (Jennifer Lawrence) 90 años antes de lo planeado.

La intrigante premisa generó atención desde que el guión buscaba producción y finalmente fue Sony Pictures quien tomó tan riesgoso material para convertirlo en una película empalagosa, irregular y profundamente frustrante. Los temas planteados por el guion de Jon Spaihts, quien también colaboró en el libreto de Prometeo (2012), tocan venas cercanas a Solaris (1972) de Tarkovski con la irreverencia post apocalíptica del programa televisivo Last Man On Earth; y la elegancia formal de Gravedad de Cuarón o Sunshine de Danny Boyle; pero tal como ésta última, todo su potencial es destruido por otra angustia, terriblemente banal: la recaudación monetaria.

Durante toda su primera parte, Tyldum se apoya en el carisma de Pratt para mostrar una faceta completa de la experiencia humana de la soledad: del terror a la anhedonia pasando por el goce y el desenfreno. La película toca un dilema ético de gran riqueza, es un punto alto, particularmente al desarrollar con solvencia la relación entre Pratt y Lawrence; sin embargo, gradualmente todo lo conseguido se deshace en una serie de pésimas decisiones creativas que buscan “confortar” y “entretener” a la audiencia.

Si la película no se termina de pudrir por completo es gracias a su fastuoso diseño de producción, la fortísima química entre los protagonistas y la participación de Michael Sheen como un peculiar cyborg barman que funciona como una versión futurista del Wilson de Naufrago (Zemeckis, 2000).

La angustia y el conflicto ético aterran a los estudios, que buscan resoluciones complacientes y terriblemente forzadas. No obstante, lo verdaderamente angustiante es que ven a la audiencia no muy diferente de los pasajeros de la nave de la película: pasivos, en prolongada hibernación y escapando siempre del mundo. Escapemos despertando.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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