Lynne Ramsay: el silencio y el escape

Los tres largometrajes de Lynne Ramsay (Escocia, 1969) parecen desarrollarse en el mismo universo de crímenes y culpas; de tiempos y espacios compartidos, de coincidencias pero no casualidades. Las tres cintas, enmarcadas por la muerte, siguen una línea estética que apela a los sentidos de manera directa, casi agresiva. A pesar de que los protagonistas son muy distintos en sus características más básicas, plantean variaciones del mismo tema en su conflicto. Al centro del universo de Ramsay está el silencio ante la culpa y el deseo de escapar: James Gillespie, Morvern Callar y Eva Khatchadourian viven un encierro en libertad y anhelan llegar a un espacio idealizado.

El primero de estos largometrajes, Ratcatcher (1999), se desarrolla en 1973, cuando Glasgow se torna un basurero habitado a causa de la huelga de limpia. Este episodio es un escenario tan lúdico como hostil para James Gillespie (William Eadie), niño de 12 años perteneciente a la fauna urbana de los que están en la eterna lista de espera para un futuro mejor. El entorno de James está compuesto de los elementos que se han vuelto imprescindibles para retratar la pobreza británica: familias disfuncionales, devastadas por la crisis y el desempleo; figuras paternas cuyas buenas intenciones se diluyen en alcohol; madres solteras, ausentes o sumisas, y niños empujados a una adultez prematura. A lo largo de la película, la acumulación de basura comienza a volverse un símbolo de la podredumbre social dentro de viviendas insuficientes. La historia arranca con la muerte accidental de Ryan, quien se ahoga en un canal después de que James lo empuja en una inocente pelea. El crimen no está en empujar, sino en la decisión de callar, de no anunciar el accidente. James lleva su culpa en silencio y presencia el dolor ajeno con distanciamiento. Pero el canal siempre está ahí, la amenaza líquida que se lo traga todo.

El escape del encierro está lejos de la ciudad, en un conjunto de casas deshabitadas en medio de la nada: el paraíso prometido que les ha sido negado. James se apropia de ese terreno y de su paisaje limpio y vasto. El ambiente rural contrasta con la infecciosa ciudad y representa, tanto para el personaje como para el espectador, un descanso ante la sobresaturación sensorial.

El segundo largometraje de Ramsay, Morvern Callar (2002), es una adaptación de la novela homónima del autor escocés Alan Warner. La película inicia con el rostro de Morvern (Samantha Morton) iluminado intermitentemente por las luces de un árbol de Navidad. Morvern toca el cuerpo inerte de su novio, quien yace desangrado junto a ella. El cadáver bloquea el paso a la cocina en un departamento diminuto; la invasión del suicidio es total, un último acto egoísta que, entre otras cosas, dice: “limpia mi sangre”. El difunto, típico escritor maldito curiosamente llamado James Gillespie, deja una serie de instrucciones para su novia, confiando en que ella honrará sus deseos. La reacción de Morvern a la muerte es inesperada pero catártica: no sólo no se escandaliza ni llama a la policía; se toma su tiempo, sale de fiesta, regresa, abre regalos y relee la carta de despedida. La primera instrucción es imprimir y enviar la novela de James a varias editoriales. Sin siquiera tomarse la molestia de leerla, Morvern sustituye el nombre del autor por el suyo y la envía.

El cuerpo permanece en el departamento demasiado tiempo. La podredumbre comienza a ser perceptible y genera una ansiedad similar a la de la basura en Ratcatcher. Al igual que los niños que juegan en la inmundicia y la asimilan como parte de su entorno, el personaje de Morvern comienza a vivir alrededor del cuerpo; simplemente salta el charco de sangre para preparar su comida. En lugar de seguir los rituales lógicos, Morvern espera en silencio. El crimen, de nuevo, está en la decisión de callar y, por supuesto, usurpar. Cuando Morvern logra desaparecer la evidencia de un crimen que no cometió, decide huir como si fuera culpable. El lugar idílico de Morvern también se encuentra lejos de la ciudad: en un ritual taurino en un pueblo español exotizado; en un cuarto de hotel con un desconocido; en medio de la nada.

El largometraje más reciente de Ramsay, Tenemos que hablar de Kevin (2011), es la máxima expresión de su léxico sensorial. A diferencia de las anteriores, esta cinta no se vale de la putrefacción literal de la basura o la sangre, sino de su representación en colores y texturas que evocan un episodio sangriento que nunca ocupa la pantalla. Desde pintura roja derramada sobre la casa para manifestar el desprecio de la sociedad por la protagonista, hasta un sándwich que chorrea mermelada de fresa por las orillas, el rojo lo tiñe todo.

Esta cinta es la más compleja en su forma, fragmentada entre el pasado, el presente y el futuro de una mujer que desea escapar la función de madre. El nudo se encuentra en la relación de Eva (Tilda Swinton) con su hijo Kevin, un niño con una capacidad extraordinaria para el chantaje emocional, consciente de ser el grillete de su madre. Para Eva, Kevin es el monstruo en el ala del avión, una amenaza real que sólo ella puede ver. El resto del mundo niega la presencia del monstruo y en su lugar ve a una madre con poca paciencia y a un niño “especial”. El silencio de Eva, único testigo de los actos más atroces de su hijo, es producto de la frustración de gritos que no son escuchados. Al igual que en Morvern Callar, el momento más puro de libertad de Eva es una tradición española: la tomatina valenciana, ritual visualmente violento que representa el locus amoenus del mundo antes de los hijos.

Los elementos mencionados en este texto son sólo algunos de los puntos en común de la gramática cinematográfica que esta directora plantea y reafirma con cada cinta. El final de estas tres películas deja una sensación de amarga reconciliación, de un escape –literal o metafórico– dentro del mismo encierro. El imaginario de Ramsay no admite finales felices sin la complejidad del antecedente; genera, en todo caso, un efecto de repetición, como si con cada fin hubiera un inicio; como si las historias pudieran tocarse y continuarse: como si James Gillespie hubiera crecido para suicidarse en los 90; como si Morvern y Eva hubieran arrojado tomates hombro con hombro en España sin saberlo. Esto, en gran medida, es lo que unifica el trabajo de Ramsay y lo vuelve una obra, una visión parcial de un mundo total que el espectador podrá descubrir poco a poco en cada historia aparentemente separada.

Por Hipatia Argüero Mendoza (@MeLlamoHipatia)

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