‘Los juegos del hambre: En llamas’: Revolución for dummies

Resulta cada vez más complicado encontrar un fenómeno de masas, la abrumadora expansión de los mercados de nichos ha fomentado una diferenciación radical en gustos y expresiones individuales de identidad que buscan resaltarse de los demás, la creación de denominadores comunes en el mass appeal plantea un enorme reto a la sequía creativa por la que atraviesan Hollywood y su titánica maquinaria. Por ende cuando se halla una nueva fuente de riqueza, se explota exhaustivamente, exprimiendo y modelando la experiencia de su más grande fuente de ingresos: los adultos jóvenes.

Los Juegos del Hambre: En llamas (The Hunger Games: Catching Fire, 2013) continúa con los mismos temas y arquetipos juveniles de la cinta pasada, que fue dirigida con pericia por Gary Ross. En esta ocasión la batuta le corresponde al saca-chambas Francis Lawrence (I am Legend, 2007) quien respeta las leyes del mundo de Pan-Em, brindándonos una cinta de buena manufactura, cadencia efectiva y velada crueldad. Esta vez, la desafiante Katniss (el impactante meme generator Jennifer Lawrence) sufre de estrés post-traumático por los Juegos del Hambre mientras intenta convencer a Liam Hemsworth que su relación con Peeta (Josh Hutcherson, tan expresivo como un playmobil) es tan falsa como la hombría de Tom Cruise. Aunado a esto, el Presidente (Donald Sutherland haciendo ñaca ñaca) se ha dado cuenta de que Katniss ha dado esperanzas subversivas a los habitantes de los 12 distritos y ha decidido hacer que campeones de ediciones pasadas regresen a darse en su mandarina, buscando eliminar a Katniss (alias “El Sinsajo”).

Gran parte del éxito de la saga parece radicar en el atractivo que tiene para los adolescentes el empoderamiento viril, la estética Gaga y el mensaje de derrocar lo viejo, obsoleto y dictatorial por un movimiento subversivo dominado por adultescentes que inspiran a la población a rebelarse. La política de una saga, y de una cinta como The Hunger Games: Catching Fire es de un planteamiento básico, maniqueo y altamente digerible para las masas, enfrentando una suerte de stalinismo contemporáneo con deserción pop que no escatima en imaginería popular de la misma como el espaldarazo de Bob Beamon al Black Power en los Juegos Olímpicos en México de 1968 o la estética de Leni Riefenstahl en el poderío del Capitolio y sus crueles autómatas.

En su búsqueda de hacer atractivo a las masas su barbárico espectáculo, el universo de The Hunger Games se nutre de referencias a hitos clásicos y contemporáneos. Tomando como eternos parangones del poder la Roma clásica y la Alemania nazi, caracterizando a sus rebeldes como Han Solo, se monta un discurso político populista que crítica el uso y la exposición de figuras mediáticas como distractores de las injusticias de un régimen político hegemónico y cruel, montando un entretenido panfleto de Revolution for dummies que responde a las necesidades de la turba.

Para tal montaje, Francis Lawrence evoca todas sus referencias de manera obvia, pero eficiente, no perdiéndose demasiado en el discurso político y construyendo un ágil preámbulo a los juegos en cuestión que ocupan el ultimo tercio de la película. Aunque algunas de las muertes resultan francamente anticlimáticas, Francis Lawrence entrega un sólido producto de consumo que algunos hermanarán con el sentimiento de épica ansiedad anticipatoria de The Empire Stikes Back (1980) de Keshner en la preparación para el capítulo final de la inquieta saga, que, como buen negocio, verá dividida su última parte en dos cintas: una que se pueden saltar y otra en la que todo será muerte y reconciliación.

El reparto de nueva cuenta está integrado por varios actores de renombre utilizando pelucas que parecen venir del stock de Odisea Burbujas como Woody Harrelson, los abigarrados Elizabeth Banks, Stanley Tucci y Toby Jones, mientras que las nuevas adiciones al reparto buscan lucir nuevos modelos para que la audiencia tenga a alguien diferente para cachondear: para los caballeros, la sólida presencia de Jena Malone como Johanna Mason, y para las damas la arrogancia de Sam Clalin como Finnick Odair, además de la pereza actoral de Phillip Seymour Hoffman, quien como buen burócrata, nomás se para en su marca y dice sus líneas para cobrar un jugoso cheque y mientras menos hablemos de las platinadas sombras de ojos de Lenny Kravitz Avon Style, mejor estaremos.

The Hunger Games: Catching Fire busca incendiar la pantalla con gran provocación y, aunque indudablemente prenderá el entusiasmo de una legión de fans, la consumación fílmica parece aún distante para este filme, cuyo discurso político viene acompañado de un populista, escandaloso y vigoroso entretenimiento, pero carente de una auténtica e incendiaria revolución.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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