Locarno 2021: Un leopardo perdido

Tras la celebración del Festival de Cine de Locarno 2021 y el notorio cambio en su orientación e intereses respecto de las administraciones anteriores, en lugar de hacer un reporte sobre las películas programadas decidimos reunir a dos críticos acreditados al festival –nuestro colaborador Jorge Negrete y el crítico y programador Salvador Amores– para discutir lo que para muchos periodistas y críticos internacionales fue un “fracaso” y el signo de un festival en “crisis”, partiendo de las películas programadas y la forma en la que en esta edición Locarno buscó distanciarse lo más posible del legado de Carlo Chatrian (ahora cabeza de la Berlinale) con la intención de crear una nueva visión para un festival viejo.

El tiempo dirá si a la visión del equipo actual se le da tiempo para consolidarse o si el festival, como muchos otros del mundo, cederá a las presiones predatorias del mercado cinematográfico y el mítico leopardo, su más grande símbolo, se convertirá en una vulnerable presa.

(@jjnegretec): Haciendo uso del popular formato híbrido, con una edición presencial y virtual, varios colegas de otras partes del mundo pudieron tener acceso por primera vez al Festival de Cine de Locarno, cuyo costo es prácticamente inaccesible para muchos críticos y no tiene el peso mediático de otros festivales AAA. Una parte considerable de la programación de todas las secciones estaba disponible en la plataforma digital del festival, que a pesar de recurrentes interrupciones por “mantenimiento”, funcionó relativamente bien durante el tiempo disponible.

Para esta conversación podríamos tomar como un estupendo punto de partida el balance que escribió Daniel Kasman para Mubi, donde de manera elocuente y puntual plantea varias de las cuestiones que sin duda minaron la edición más reciente de Locarno. El festival ha pasado por tres directores en menos de tres años, primero con la partida de Carlo Chatrian a Berlín, la llegada de Lili Hinstin y su eventual reemplazo con Giona A. Nazzaro, cuyo equipo dejó tras de sí una programación terriblemente regular y quizá, que es más alarmante, sin identidad alguna. Kasman apunta en su texto a dos problemas importantes: la ausencia de “fuertes y declarativos trabajos cinematográficos”, así como la confusión entre la integración de la factura y realización mainstream con intereses artísticos; y la displicencia hacia el status quo de viabilidad comercial y accesibilidad a un público indiferente al arte en general.

Una cuestión pertinente sería pensar en el tipo de equilibrio que Locarno pretende lograr, basándonos exclusivamente en las películas programadas este año. Sin duda, Nazzaro ha hecho todo lo posible por distanciarse de la línea que rigió los años de Chatrian al frente del festival, de ella quedan claros resabios como Espíritu Sagrado (Chema García Ibarra, 2021), los cortometrajes de cineastas como Radu Jude, Yann Gonzalez o Salomé Lamas que, aunque no carecen de valor, difícilmente componen una visión coherente ni la intención de construir la misma.

La crisis del festival se hace manifiesta en una considerable cantidad de películas que parten de un punto concreto para estrellarse en una difusa complacencia, como Soul of a Beast (2021), I Giganti (2021) o Al Naher (2021), que parecen no tener otra función que llenar espacios en diferentes secciones que, considerando sus propuestas, no tienen una razón específica para existir más allá de incluir la mayor cantidad de producciones posibles, esto no es exclusivo de Locarno, se extiende a muchísimos festivales de cine en el mundo, incluyendo varios mexicanos. El riesgo y el reto parecen haberse quedado como una ficción perfecta que alimenta la narrativa de un festival, uno que ya no existe más pero conserva cierta vitalidad. ¿Compartes los señalamientos de Kasman? ¿Hay una crisis insalvable en Locarno? ¿Es posible construir otra tendencia de curaduría fílmica con lo presentado en esta edición?

(@amoresslvdr): No sé qué tanto se pueda especular sobre todo lo que hay detrás de la edición más endeble de Locarno en muchos años. Comparto tu apreciación, sin embargo, hay una fuerte reacción contra lo que hasta el año pasado –pues Hinstin se había cuidado de mantener cierta continuidad respecto de las bases sentadas por Chatrian en la única edición que pudo liderar a cabalidad– llenaba las filias del festival: un tipo de cine que, de hecho, podríamos decir casi surgió con este festival y un par más (pienso en el FID, en Marsella, o en los años dorados de Rotterdam), y que, como bien dices, aunque deja resabios, ahora ha partido –y con él, sus acólitos– mayormente hacia la Berlinale. El problema que surge entonces es: ¿con qué llenar el vacío que queda cuando a un festival como éste decides despoblarlo de aquel cine precisamente “festivalero”?

Allí entra una cuestión que ya apunta Kasman y pienso puede ser productiva si de encontrar una línea curatorial se trata, por movediza que sea. La nueva administración se esmeró en publicitar el programa como “accesible”. Genre-friendly, se lee en Variety. No es una ambición nueva, evidentemente –en la propia Berlinale participó, por ejemplo, la nueva película de Soi Cheang–: este “giro” hacia el cine de récit (en los términos de la vieja regla de tres de Jean-Claude Biette) en realidad parece ser una reacción actual, común a cierto nicho de críticos y programadores, hacia lo que probablemente se perciba como un estancamiento en los procedimientos del cine que suele verse en festivales.

Una muy afortunada iteración de esta tendencia podría ser, por ejemplo, el programa de Olaf Möller y Gerwin Tamsma en el último festival de Rotterdam, dedicado a las películas nuevas de cineastas ancianos aún en activo: Garci, Nakajima, Cardoso, Ripstein y otros demostraron que la vejez es vitalidad. Sobre la tentativa de Nazzaro, pienso que a pesar de que no dejaban de haber avatares del drama naturalista, elíptico y distanciado propio de estos certámenes (Niemand ist bei den Kälbern, Brotherhood…) –cuya presencia hizo poco más que confundir, como bien dices, el gesto identitario del programa– es digna de respeto la voluntad de extraer las escasas manifestaciones admisibles que cada año produce el cine que sigue trabajando y expandiendo los límites de las convenciones sin despreciarlas del todo de aquellas extrañas cloacas en las que usualmente terminan –los “festivales de cine de género”–, para aproximarlas a espacios donde se pretende celebrar cierto espíritu de creación más “artística” (noción que cada vez más es sinónimo de solipsismo).

El problema surge cuando atendemos al hecho de que a pesar de la buena intención, fueron realmente pocas las películas de interés en esta línea (pienso en la ganadora, Vengeance is Mine, All Others Pay Cash, del cineasta indonés Edwin, una cinta que en su sentido de la fluidez y la medida irreverencia recuerda al gran cine de artes marciales; o en dos películas francesas: Petite Solange, de Axelle Ropert, un pulcro melodrama que en su deliberada simpleza recuerda a cierto linaje noble del gran cine americano; y La place d’une autre, una intriga histórica de Aurélia Georges que organiza de formas muy efectivas, aun si de sobra probadas, varias tensiones dramáticas punzantes), varias las mediocres (Heaven’s Above, A Máquina Infernal, After Blue…) y otras más cuya inclusión es francamente inexplicable (The Sadness). Ante la evidencia, pues, surgen interrogantes de orden general: ¿qué ha pasado con la noción de relato en el cine? ¿En qué ha virado el antiguo “reino de los géneros”?

Lo que quiero decir es que si para abanderar la causa por un cine que, contra el falso modernismo de las películas “festivaleras”, involucre afectivamente a sus espectadores sólo hay películas como, entre otras, Luzifer, de Peter Brunner, estamos frente a problemas más complejos…

(@jjnegretec): Si nos concentramos en lo seleccionado por Locarno, la noción de relato se supedita a una lógica funcional en términos de nichos de mercado y su rentabilidad. Este fenómeno no es exclusivo de Locarno desde luego, pero resulta preocupante ante la difusión. Es como si el rango de inclusión se hubiese abierto tanto que ni siquiera existe conciencia del momento de quiebre. Cuando en el mismo festival convive una película con la simpleza y pulcritud de Axelle Roppert o el pulcro clasicismo de Sto Minut, del veterano cineasta ruso Gleb Panfilov, con la desbordada y provocadora crudeza de The Sadness o la insultante idiotez de Leynilögga, es evidente que existe una crisis incapaz de hallar un punto de reconciliación.

El “reino de los géneros” se ha convertido en una oligarquía insular disfrazada de democracia, en la que incluso películas que pretenden ser “accesibles” son incapaces de encontrar un público porque son concebidas desde los datos y las métricas. Por ejemplo, una película como Zeros and Ones, de Abel Ferrara, fija una ruta precisa, usando los vestigios de ese antiguo reino al que aludes, para hacer un cine profundamente personal (el mismo Ethan Hawke en el prólogo dice que Ferrara es un cineasta que tiene “una voz con su cámara”) y que no podría ser más indiferente, si no es que abiertamente hostil, a los estudios de mercado y su anverso, los “laboratorios de creación fílmica” que existen en varios festivales. Hay una frase de la película de Ferrara que es particularmente significativa: “If we hear only what we already know, nothing new happens”, que es en sí misma un puntual llamado a despojarnos de lo conocido y aceptar una visión tan única como la suya, no inmune al fracaso, pero que siempre opera fuera de las convenciones sin rechazar las emociones. Zeroes and Ones es una película que parece más bien una obra fauvista, rica en color y expresión, incomprensible y enrevesada, al mismo tiempo vigente y honesta, justamente el tipo de película que nace de la grieta entre la convención y la novedad, un cine capaz de despertar emociones profundas, llámense estas positivas o negativas, películas que nacen en la cámara antes que en el papel.

¿Es esto virar nuevamente a ese sobadísimo adjetivo de “radical”? Pensaría que la apuesta es por una sensibilidad que no se doblega ante una demanda impersonal y anónima, tampoco se aliena en sí misma hasta el solipsismo. Con todas sus deficiencias, películas como las de Ferrara o incluso Mad God, de Phil Tippett, tienen una cualidad artesanal (y genuinamente afectuosa) cada vez más rara en el cine, incluso en las “curadurías” de grandes festivales. Si programar fuese un acto de sensibilidad y rigor del gusto personal más que uno de cortesía, no tendríamos tantos festivales en crisis de identidad.

(@amoresslvdr): Me interesa tu exigencia por lo que tiene, inconscientemente, de autorista, y cabría discurrir un poco sobre lo que podría conformarla. Zeros and Ones es un thriller político en todas sus letras porque, como Hitchcock (en Torn Curtain, The Man Who Knew Too Much, o Topaz), que construyó una organización fílmica adecuada al lenguaje político del siglo XX, Ferrara hace lo propio plástica y estructuralmente para articular una imagen fiel de cómo se vive la experiencia política en nuestros tiempos. Muy diferente, por ejemplo, a una película como El escritor fantasma (Ghost Writer), de Roman Polanski, uno de los últimos thrillers políticos auténticos que sin embargo seguía respondiendo a una visión de la política más propia de los años ochenta que de 2010.

También está A New Old Play, del Concorso internazionale, una épica histórica dirigida por Qiu Jiongjiong sobre la vida de un actor de teatro que atraviesa la enrevesada historia política de China durante el siglo XX. Hay en ella un sentido preciso de lo que puede ser una historiografía puramente fílmica y, lo más importante, de lo que es sostener una serie de variables –relato y personajes– a lo largo de un tiempo utilizando apenas numerosas combinaciones de un recurso que de tan simple resulta insospechado: el tránsito de figuras a través de un decorado. Como sucede a menudo en el arte, en el cine, los procedimientos más simples y “entendidos” son los que en determinado momento más hacen falta o más pasan desapercibidos ante las distintas parafernalias discursivas que los opacan: así sucede, al menos, en todas aquéllas otras películas que por “género” o “relato” entienden más una construcción conceptual que una organización convencional de fuerzas físicas. Si ambas películas son estimulantes no es por otra cosa: sus autores tensionan la eternidad de ciertas formas con la inestabilidad de determinada temporalidad (en estos casos política –Ferrara– e histórica –Qiu–) evocada en los filmes de manera precisa por lo que tienen de materialistas. Quizá es en tal dialéctica donde reside la sensibilidad mesurada a la que apelas.

Acaso eso podríamos reconocer al equipo de programación de esta edición del Festival de Locarno: haber desplegado un mar de mismidad con fachada heterogénea en cuyas aguas turbias se vislumbraron, de vez en cuando, las brillantes escamas de un espécimen noble, pues de las excursiones que a la mitad del camino se sospechan infecundas a menudo se extraen, por fuerza de obstinación, algunas preguntas nuevas sobre la naturaleza de tales excepciones. Para dejar el terreno de la metáfora naturalista, es en estos alienantes “salones” cinematográficos, que desdoblan una exagerada cantidad de películas enarbolando identidades “distintas” sólo para revelarse como adolescentes de las exactas mismas carencias, en donde podemos hallar un nuevo matiz a añadirse a nuestra querida politique des auteurs, tan vieja y menospreciada como vigente e infranqueable.

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