La montaña y la inmovilidad de lo artificial

En 1949, António Egaz Moris recibió el Premio Nobel por sus estudios experimentales en neurocirugía que decantaron en la práctica del proceso quirúrgico de la lobotomía. La montaña (The Mountain, 2018), de Rick Alverson, tiene como fundamento la vida del doctor Walter Freeman, discípulo y heredero de los métodos de su mentor portugués.

Rick Alverson trabaja por segunda ocasión con el cinefotógrafo mexicano Lorenzo Hagerman logrando un trabajo con una gran presencia visual y desde una búsqueda de los lugares poco explorados de las imágenes del cine estadounidense. Sus encuadres, distantes y en tonalidades frías, contrastan con las paletas cálidas y de colores pastel de la segunda mitad de siglo. Este punto de partida es fundamental para tratar de darle un cuerpo histórico a una obra que deambula narrativamente.

Una bailarina de ballet haciendo una piruette en cámara lenta abre La montaña; la bailarina es una alumna del padre de Andy (Udo Kier), un sujeto violento, hosco y frío que es reticente para hablar de su esposa y su tratamiento psiquiátrico. A su muerte, Andy (Tye Sheridan) es reclutado por el Dr. Wallace Fiennes (Jeff Goldblum) para que fotografíe los procedimientos quirúrgicos a los que somete a sus pacientes. Andy tiene una incomodidad exasperante: su mirada siempre es evasiva, siempre de lado, con el cuerpo comprimido y la frente arrugada por el esfuerzo de su mirada. Vive en un silencio constreñido y asume su cuerpo como un escondite; el trabajo de Sheridan es sobresaliente porque es el elemento orgánico que potencia la atmósfera.

La adecuada dirección actoral decanta en la inmovilidad y la tensión que es acentuada por la composición de las imágenes y por la simetría de la proporción del 4:3. La construcción de la atmósfera se consolida con el trabajo de edición de Michael Taylor: la interrupción abrupta de las imágenes nos coloca en una sensación de fragmentación, una forma de dislocarnos que consigue transgredir el espacio. Sin embargo, el ritmo aletargado e insípido de la narrativa permanece; su deambular disloca los vértices establecidos de tal manera que la constelación se diluye en impresiones, en secuencias aparentemente capitulares, en una búsqueda estética y en una recreación epocal.

La lobotomía fue un procedimiento vanguardista que buscaba una cura a diversas enfermedades mentales; no obstante, la frontera de los diagnósticos era sumamente endeble, de tal manera que los síntomas podían ser interpretados de manera tan equívoca que era difícil establecer quién no tenía un padecimiento. La arbitrariedad del diagnóstico y su posterior praxis es uno de los hilos narrativos: la búsqueda del placer que juega con la búsqueda del conocimiento, del reconocimiento y de la exaltación narcisista, se realiza a través de la tortura. Clavar un cincel en los ojos del paciente mientras te fotografían es el encuadre de una perversión que se expande a otras esferas, como ver a tu pupilo teniendo relaciones sexuales. Pareciera que La montaña es una película de lo deleznable abordado desde la pulcritud y desde la limpieza anestesiante, desde la lejanía que a nada se compromete –objetivos que comparte con JoJo Rabbit (Taika Waititi, 2019), cuyo triunfo total fue lograr que la audiencia compartiera gifs tiernos de Román Griffin Davis bailando al son de Heroes o abrazando a su amigo Yorki–. Andy, Fiennes y Frederick son repulsivos, sus gestos, sus conductas y sus prácticas. Pareciera que Alverson busca hacer aséptico aquello que está en putrefacción, tal vez por eso la paleta de colores es gris y ceniza, como el objeto que representa.

En la disociación del trabajo de Rick Alverson hay un espectro que tiene vida propia, que hace una película aparte y que sin ella, sólo quedaría un gran trabajo estético. Jack (Denis Lavant) es un sanador que vive en el bosque con su hija (Hanna Gross), a quien Fiennes le practica una lobotomía y con quien Andy se inicia sexualmente. En los monólogos transgresores de Lavant hay una lucidez crítica que pareciera salir de su propia experiencia y no de la de Alverson:

  • “No hay palabras, no hay imágenes. Esa no es una montaña, ¡es un cuadro!” O la conciencia de la manipulación de la imagen para crear un discurso, sea bello o repulsivo.
  • “Yo no perdono, todo está perdonado de antemano”, o el recordatorio del sacrificio de Cristo y la libertad que confiere: si no hay deuda, entonces no hay castigo; la condena de la libertad de Sartre.
  • “ Yo no lloro, yo amarro los átomos del cielo”, o la poética que contiene un verso y no una secuencia de imágenes.
  • “Madre= peso del mundo/Padre= peso en la familia” o de cómo nuestros deseos y nuestros síntomas tienen dos ejes desde la infancia y desde la cultura.
  • “Suban la montaña, pura blanca. ¿Sólo en la locura se puede alcanzar la cima?” o la búsqueda del origen, del conocimiento, de la simetría, de la pulsión, del deseo, de la fortaleza, de la creatividad y del fuego en conjunción con lo primitivo, con la naturaleza, con lo inconmensurable. ¿Es necesario el aislamiento para llegar a un nuevo lugar negando el pasado de manera absoluta?

La montaña es la búsqueda de una ruptura que no logra salir de un ciclo inconsciente. ¿Estamos condenados a la eterna repetición, a creer que vemos la montaña cuando sólo estamos viendo un cuadro? ¿Estamos condenados a ver el mismo cine, la misma obra, el mismo pensamiento pero con diferente plástica?

La búsqueda de Nietzsche transgredía constantemente las fronteras teóricas, sociales y prácticas de lo establecido, intentaba romper con la tradición de manera feroz. Su elección fue el exilio; el territorio, la naturaleza desbordante e incontrolable; su espacio, la mente que alcanzó sus últimas consecuencias en una valentía que se tradujo en un exilio involuntario en Jena, y que había anticipado en Así habló Zaratustra: “¡Ay, a dónde debo ascender yo todavía con mi anhelo! Desde todas las altas montañas busco con la vista el país de mis padres y de mis madres. Pero no he encontrado hogar en ningún sitio: un nómada soy yo en todas las ciudades, y una despedida junto a todas las puertas. Ajenos me son, y una burla, los hombres del presente, hacia quienes no hace mucho me empujaba el corazón; y desterrado estoy del país de mis padres y de mis madres. Por ello amo yo ya tan sólo el país de mis hijos, el no descubierto, en el mar remoto: que lo busquen incesantemente ordeno yo a mis velas”.

Afortunadamente hubo valientes que llevaron sus pensamientos a sus últimas consecuencias, que reventaron su tiempo y su historia, que crearon nuevos caminos y nuevas constelaciones. Otros, eligieron el camino del exilio sólo desde la plástica, desde el privilegio; negado su presente con naves que llevan proas de genios incomprendidos. Afortunadamente no todos se iluminan en una montaña, no todos hacen de lo sustancial una grandilocuencia, no todos crean discursos de entretenimiento con experiencias que nos los han atravesado. Unos pocos guías, Lavant entre ellos, nos han mostrado que sin espejos, sin otros rostros que nos miren y nos interpelen, sin otros que nos configuren y nos disloquen no hay expansión, no hay conocimiento, no hay fuego.

Por Icnitl Y García (@Mariodelacerna)

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