‘Joy: El nombre del éxito’: Los disfraces del fracaso

El telemercadeo vende una imagen distorsionada de la felicidad y de grotesco optimismo que parece venir de la visión de autorrealización de la psicología humanista. Nos ofrece las soluciones más sencillas a problemas cotidianos, uno a la vez y todos a un accesible y variable precio que siempre nos deja un centavo de ahorro. Es justo en esta rentable industria donde el inagotable ingenio y los valores más arraigados del showmanship estadounidense hacen gala, creando una deleznable y lucrativa cuna de vendedores, de los cuales la joven Joy quiere formar parte a como dé lugar.

Después de los “éxitos” —en términos oscariles— obtenidos con la blanda Los juegos del destino (Silver Linings Playbook, 2012) y la deslavada e irritable imitación de Scorsese en Escándalo americano (American Hustle, 2013), el cineasta David O. Russell parecía haber perdido la acidez y brío screwballesco que caracterizó sus primeros filmes, como la hilarante Flirting with Disaster (1996) o la pericia fílmica expuesta en Tres reyes (Three Kings, 1999), pero con su nuevo filme Joy: El nombre del éxito (Joy, 2015), Russell retoma viejos temas y fetiches modernizados con un despampanante brillo retro.

El filme, basado en la vida de la emprendedora estadounidense Joy Mangano, presenta la historia de Joy (así, a secas), una joven mujer que decide patentar y vender una especie de trapeador que evita que las amas de casa tengan la necesidad de tocarlo para secarlo o limpiarlo, pero el trayecto al éxito se encuentra obstaculizado por un despiadado mercado y un ensamble familiar bastante peculiar. Russell no presenta una versión “apegada a la realidad” de la historia de Joy, sino una versión libre en la que se permite señalar los vicios y virtudes de la cultura capitalista a los ojos de una mujer de innegable visión pero limitados medios.

Persiguiendo una dinámica ya consumada en filmes anteriores, Russell obtiene de su numeroso y colorido ensamble actoral un desempeño sólido en el que destacan, sin duda, las mujeres. Además de los formidables y melosos talentos vocales del actor venezolano Edgar Ramírez, en el filme de Russell, distintos roles femeninos dirigen la historia desde lugares opuestos.

El eje del filme es una contenida y sutil interpretación de Jennifer Lawrence. La joven y versátil actriz estadounidense muestra a Joy como una mujer creativa y emprendedora que, en la búsqueda del éxito financiero, pervierte ideales de un discurso manido, evocador de filmes como Baby Face (1933) o Annie Oakley (1935) —ambos protagonizados por la legendaria Barbara Stanwyck— y que es empujada por otras mujeres, desde su sedentaria madre (Virginia Madsen), absorta en arquetípicas soap operas a la Falcon’s Crest, hasta su dulcemente feroz madrastra (la enorme Isabella Rossellini) y su visión del mundo de los negocios.

La historia de Joy, ágilmente montada por Russell y coescrita con Annie Mumolo (Bridesmaids, 2010) no es tanto una de éxito y superación como una de la cruel expectativa del mismo, expectativa alimentada por una imagen de despiadada pulcritud, aquella que proviene de un infomercial que vende ilusiones de éxito y confort: una vida de lucrativo fracaso.

JJ Negrete (@jjnegretec)

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