El precio de la venganza en Masacre en Xoco

Los últimos días del año la programación de la Cineteca Nacional se transforma (un poco, nada más) para dar paso a una de las muestras cinematográficas más sólidas y mejor armadas del año: Masacre en Xoco. Espacio creado para festejar el cine de género, el amor por las películas en 35 milímetros y servir de ventana a los directores que durante el año mostraron su trabajo en festivales pero no tuvieron oportunidad de pasarlo en el Distrito Federal.

Masacre en Xoco, programado por José Luis Ortega Torres y Mauricio Matamoros, ha funcionado como una especie de faro a futuro, cineastas que mostraron sus primeros cortos en la muestra regresan años después con sus flamantes óperas primas, otorgando así la oportunidad de seguir carreras, algo muy complicado en nuestro país, donde todo está en contra de los jóvenes realizadores.

La sexta edición –o 6(66)– no fue la excepción y el talento nacional aportó un buen número de funciones gracias a Madre de dios, de Gigi Saul Guerrero; Sângue, de Percival Argüero; Masacre en San José, de Edgar Nito; Angeluz, de Leopoldo Laborde; Atroz, de Lex Ortega; Ladrona de almas, de Juan Antonio de la Riva; Los parecidos, de Isaac Ezban; Jirón, de Christian Cueva; y entre ellas tres películas que coincidieron en temática, aunque su ejecución no podría ser más disímil: Scherzo diabólico, de Adrián García Bogliano (argentino afincado en México), Luna de miel, de Diego Cohen; y Bound to Vengance, de José Manuel Cravioto.

El trío de películas podría entrar en la clasificación del thriller y, de manera más específica, en el sub-género de rape and revenge, popularizado en los años 70 gracias a películas como I Spit On Your Grave (1978) o La última casa a la izquierda (The Last House on the Left, 1972), donde una víctima (secuestro, violación, etc.) lograba vengar los crímenes cometidos contra su persona con extrema violencia (ya sea por su mano o con ayuda de un tercero). Las tres arriba mencionadas se inscriben en esa tradición.

En Bound To Vengance (de producción norteamericana), Eve (Tina Ivlev) ha estado encerrada durante meses, tal vez años, sin ver la luz del día. La única irrupción de su deprimente cotidiano es su captor, quien le trae comida y la tortura un día sí y otro también. Sin embargo Eve logra escapar, además de dar un golpe en el tablero e invertir las reglas del juego: ahora será ella la torturadora y liberadora de las demás víctimas.

La trama, contada en esas pocas líneas, luce sencilla y lo es. La cinta de José Manuel Cravioto (Seguir siendo: Café Tacvba, Mexican Gangster) promete desde sus primeros minutos nunca complicarse. Este será un viaje directo, conocido/familiar, no obstante enérgico, hasta la meta. Similar a una versión remasterizada de un disco de grandes éxitos con buenos lados b en la selección.

Es esa energía la que suple la falta de desarrollo de personajes. Sólo hay indicios de las motivaciones de los personajes. Eve, claro, se quiere vengar por lo que le hicieron pero nunca pasa de esa línea. Todo es sugerido. Así el espectador con cierto conocimiento del género puede llenar los agujeros sin ningún problema.

Algo similar sucede con Luna de Miel (2015), tercer largometraje del mexicano Diego Cohen (Perdidos, Amaneceres oxidados), donde todos los checkpoint del rape and revenge se palomean, mas no de manera creativa o con vigor en la manera de filmarlos. Este disco de grandes éxitos no tiene ímpetu en su armado y raya en lo repetitivo.

Jorge (Hector Kotsifakis) es un hombre pequeño, que no sencillo, sólo es una gris presencia en la vida de las demás personas. Obsesivo en su rutina y vestir (traje y corbata impecables permanentes), Jorge pasa los días embelesado por su bella vecina, Isabel (la debutante Paulina Ahmed). Enamorado al borde de la locura, la secuestra y le jura amor eterno en una ceremonia forzada por las circunstancias. Como pueden imaginarlo, Isabel no está contenta con la situación, iniciando una dinámica de fallidos rescates, replicados con cruentos castigos a la Miseria (Misery, 1990).

Cohen es dueño de una cámara segura y fluida, competente en su armado visual. Es el guión, firmado por Marco Tarditi Ortega, donde el largometraje se tropieza al resolver sus situaciones mediante reiteraciones o por medio de caprichos, ignorando sus propias reglas aun cuando sean las del género. El respeto funciona como una camisa de fuerza, impidiendo que la buena producción y dirección alcancen su potencial. Hay talento involucrado pero no parece ir a ningún lado. Sucedía algo similar con Perdidos, donde el mecanismo del found footage era mostrado con solvencia, aunque nada más.

Es así que, de las tres películas, la más interesante es la de Adrián García Bogliano, un joven cineasta argentino que ha encontrado en México el lugar perfecto para seguir con una de las carreras más interesantes del continente, como lo confirma Scherzo diabólico (2015).

Un joven abogado (Francisco Barreiro en perfecta parquedad) vive sometido por su empleo, subyugado por su jefe y abrumado por las exigencias de su insatisfecha esposa (Milena Pezzi). Como muchos oficinistas, los días de nuestro protagonista apenas si alcanzan un gris transcurrir. Nada parece estar fluyendo en su beneficio. Al mismo tiempo se obsesiona con una adolescente (Daniela Soto Vell). La captura de su objeto del deseo desencadenará una serie de circunstancias que lo ayudarán a obtener lo que él cree merecer.

Como lo muestran las dos cintas anteriores de Bogliano (Ahí va el diablo y Late Phases), el realizador es un gran conocedor del cine de género, avezado en sus reglas y giros de tuerca. Al ser un versado, Bogliano reconoce que hacer homenaje o caminar sobre la misma plana que otros han recorrido no tiene mucho caso. Eso no significa que las influencias no se noten o sean dejadas de lado por innovar. Al contrario, hay una permanente búsqueda de amor cinéfilo a lo largo de la trama de aportar algo diferente aun cuando se esté jugando en la misma cancha. Si fuera futbol estaríamos hablando de un defensa central que también juega de contención y anota con frecuencia.

El entramado de la película juega con sus espectadores, cambiando de ritmo a placer. Primero cocinando a fuego lento (de manera similar a Audition) para dar paso al frenesí en su última media hora (la víctima se transforma en perfecta asesina a la Savage Streets). El cambio podría lucir brusco, lo es, pero dentro de la lógica de la cinta funciona. Un hombre que consigue todo lo que siempre ha querido, ve cómo, de un golpe, el sueño se resquebraja porque la vida es cruel e injusta. Por lo mismo, aquí no hay villanos.

Sin romper los esquemas, Adrián García Bogliano demuestra que el género no está muerto. Sí, todo está dicho, pero hay maneras nuevas de expresarlo. Es reconfortante notar las coincidencias de una escena en crecimiento. Hace unos años sería impensable y más cuando de cine alejado de nuestro concepto festivalero de arte se trata. La cinematografía mexicana de género tiene un futuro prometedor.

Por Rafael Paz (@pazespa)

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