Heaven Knows What de John y Benny Safdie
Una pareja se regodea en su propia suciedad sin cuidado alguno, la pasión que exudan se trata de la parte más alta de su ciclo autodestructivo. Uno determinado por la incertidumbre, la violencia y una fina mugre. La primera escena del filme más reciente de los hermanos Safdie, cineastas originarios de Nueva York, dicta el arrebato que habrá de seguirse durante la recreación que la joven Arielle Holmes hace de su propia vida en Heaven Knows What, una especie de recuento de la relación de Arielle con el volátil Ilya, interpretado por un irascible Caleb Landry Jones (quién también aparece, radicalmente distinto, en Queen & Country), dos adictos que se mueven en los barrios bajos neoyorquinos.
Puntuada por una zozobrante y densa banda sonoroa, los Safdie retratan, como en su momento otros cineastas americanos lo hicieron –desde William Wellman (Wild Boys of the Road, 1937) hasta Harmony Korine (Kids, 1996)–, una sociedad joven sumida en una crisis, consultando exclusivamente el internet en librerías públicas y donde el impulso vital radica en consumir la heroína de cada día. La visión romántica de los protagonistas, heredada de la tradición literaria del S. XVIII y el amour fou, se demarca ahora en impulsiva autolesión, sea por navajas o drogas, las armas del yo, auspiciadas, en una escena del filme, por un sospechosamente bondadoso judío. La erizante fotografía de Sean Price Williams y un par de escenas brillantes elevan este agudo relato de jóvenes ahogados en oscuridad y éxtasis lumpen sobre el mero afán de explotar para denunciar, no un problema social, sino uno humano: la necesidad de destruir el afecto.
Im keller de Ulrich Siedl
Tras la rígida y áspera trilogía Paraíso, el cineasta austríaco Ulrich Siedl regresa al género documental en el que nos ha entregado peculiaridades como Animal Love (1992), en el que un grupo de personas mostraba los límites a los que llegaban con sus mascotas, evidenciando siempre la sordidez como un valor intrínseco a la cotidianidad. La exploración continua en Im Keller (2014), donde un grupo de personas le abren las puertas de sus sótanos a Siedl en un ejercicio de casi psicótico orgullo. El sótano es usado como un espacio simbólico en el que se expone la vida secreta de la psique, oculta y ajena a la vida doméstica o laboral.
La cámara y el ojo de Seidl son de una letalidad precisa, como la de la serpiente mantenida en uno de los sótanos que se toma su tiempo antes de asestar la mordida a un indefenso cujo, pero más que atacarlos o defenderlos, Seidl les ofrece un espacio de expresión, una oportunidad para compartir filias y “patologías” en espera de ser, a lo menos, dignificadas. Los residentes incluyen a un hombre que tiene un campo de tiro, un devoto nazi, dos bizarras parejas afectas a brutal sadomasoquismo que implica limpiar tazas de baño con la lengua así como una polea de testículos o una mujer con muñecos de neonatos terroríficamente realistas. Aquí la oscuridad del deseo resulta vital, así como la creación de espacios sin concesiones morales o sociales de tipo alguno en los que el ello da rienda suelta a fantasías de dominación o control. Así como en los documentales de Jan Soldat (Der Unfertige, 2013), existe un afán de provocar, pero también de conciliar luz y oscuridad para crear una ambigua penumbra moral.
Meurtre a Pacot de Raoul Peck
Han sido muchas las catástrofes que han azotado a la población de Haití, además de la rapiña política y la miseria social, están la inclemente naturaleza, que ha derrumbado no sólo su tierra, sino su endeble tejido social. El laureado cineasta haitiano Raoul Peck, con estudios de cine en Berlín, ha trabajado desde la ficción (Moloch Tropical, 2009) y el documental (Profit and Nothing But). En su más reciente filme construye una sobria y sofisticadamente tropical alegoría sobre la sociedad haitiana que sobrevivió al funesto terremoto del 2010, particularmente una pareja de clase media alta –el actor fetiche de Claire Denis, Alex Descas y Joy Olasunimbo– en Puerto Príncipe cuya dañada casa será demolida si no reparan a tiempo los daños estructurales, por lo que para obtener el dinero rentarán un cuarto a un oficial de una ONG que llega acompañado de Andremise, una arribista y sensual joven que terminará de pulverizar la débil moral de la pareja.
Inspirada en el seminal clásico del maestro italiano Pier Paolo Pasolini, Teorema (1968), en el que un misterioso joven (Terence Stamp) subvertía la figura de la familia a través de la seducción. En Meurtre a Pacot, Peck utiliza a Andremise, no como una figura que induce a la subversión, sino al abandono del duelo y la aceptación del caos como una oportunidad de renovación. Sin afán de presentar una visión conservadora o moralista, la puesta en escena de Peck se decanta por abrumar a sus personajes por las impecables ruinas en las que viven, tan finamente construidas como una opulenta residencia, creando de esta forma un reflejo fabulado de una macabra realidad. Una parábola insuficiente para ser lo suficientemente contundente y demasiado artificial para transmitir el impacto a la sociedad haitiana.
Haganenet de Nadav Lapid
El camino del poeta se dirige en elipsis breves que se abren y cierran sobre sí mismas. Al menos así son los movimientos del pequeño Yoav, prodigioso e incipiente artista, que recita breves y magistrales poesías ante la indiferencia de un mundo ahogado en estridente ruido, pero cuando esa voz es escuchada: ¿cómo hacerla resaltar sobre la cacofonía global? La respuesta del cineasta israelí Nadav Lapid, director del seco formalismo de Ha-Shoter (2011), es que la poesía existe en cada acto y palabra dicha, la configuración de nuestro cotidiano es en sí un complejo entramado de belleza oculta.
En su más reciente filme, Haganenet –La maestra de Kínder–, Lapid presenta la historia de Nira, educadora y estudiante de poesía que queda abrumada por el enorme talento de uno de sus alumnos, Yoav, un niño de 5 años que cuenta con enorme talento para la poesía poco valorado por su padre o niñera, Nira decide cuidar y proteger no al niño sino a su talento. El impulso de Nira es, evidentemente, narcisista y más que compartir su propósito parece ser presumir su papel como admirable heroína y custodia de la belleza poética, que en Haganenet no se encuentra limitada a los poemas de Yoav, sino que está presente en casi todos los gestos y palabras.
Desde los prosaicos cantos de futbol entonados por Yoav y otro niño en el kínder, un baile con militares, leer poemas en la playa o simplemente el decir palabras como “globo” y “hormiga” juntas. Lapid hace hábil uso de una cámara fluida de movimiento tan espontáneo como el acto creativo de Yoav, que lo mismo presenta cuidadosos encuadres que sutiles juegos con la perspectiva. Substrayendo de una indefinida “poesía cinematográfica” la artificialidad, intercambiándola por una ambigua moralidad.
La poesía evade las cualidades materialistas que son mejor apreciadas en el contexto contemporáneo y pareciera, que por ende, perseguir su ejercicio es “oponerse a la naturaleza del mundo” y que su importancia ha caducado desde “que fusilaron a Lorca por una razón” y aunque el poeta y su obra puedan vivir en la marginalidad y la indiferencia masiva, Lapid nos demuestra que los momentos y palabras más simples de nuestra cotidianeidad son ineludibles al arte poético, empoderado por las palabras. Yoav no concibe sus poemas como algo más valioso o importante que un dulce o un juego, algo que Nira, en su visión, es incapaz de comprender y que concibe como terriblemente trágico. La sublime inocencia de Yoav, así como el arte no requiere guardianes ni héroes, precisa de ser percibido y apreciado por encima del “silencio loco”.
Por JJ Negrete (@jjnegretec)