El mal no existe: Serenidad moral

Un cadencioso y relativamente extenso travelling de unos árboles vistos desde abajo en completo silencio fungen tanto como prólogo y epílogo de la más reciente película del cineasta japonés Ryusuke Hamaguchi, quien después del colosal éxito conseguido con Doraibu mai ka (2021) fue lo suficientemente hábil al no buscar replicar, ni en tono ni en pretensiones, lo conseguido con aquella película. Hamaguchi logra una obra cuya modestia es su principal virtud aún si sus renuncias parecen dejarla en un plano de banalidad o intrascendencia. El mal no existe (Aku wa sonzai shinai, 2023) es un trabajo sereno, más no de contemplación y aunque tiene momentos de una pulcra belleza no aspira a un esteticismo impostado que inunda el cine contemporáneo, particularmente aquel que se ostenta como cine “de prestigio”.

La película presenta a un grupo de gente que habita en Mizubiki, un pueblo cercano a Tokio, y que llevan una vida apacible desde hace generaciones sin ser interrumpidos por el caótico flujo de la vida urbana. En ese pueblo vive Takumi junto su pequeña hija Hana, quien un día se entera que cerca de su casa se está planeando construir un desarrollo inmobiliario para algo llamado glamping (camping con glamour) que ofrecerán un refugio a los urbanitas en medio del campo. Dicho proyecto amenaza con poner en riesgo el suministro de agua de los habitantes de Mizubiki así como el delicado equilibrio que durante generaciones se ha tratado de construir.

El plano de los árboles antes mencionado declara las intenciones del cineasta: hacer una obra que ponga en el centro de sí la relación del hombre y la naturaleza, sin aludir al sometimiento por ninguna de las partes involucradas. Desde su título mismo, El mal no existe renuncia a las exigencias de un relato maniqueo en el que se identifican claramente protagonistas y antagonistas. Aquí hay una intención que se acerca más al cine de un humanista como Jean Renoir (La grand illusion, 1937; Dejeuner sur l’ herbe, 1959), en el que se ven seres humanos antes que personajes con una función narrativa específica.

Después de que en sus películas anteriores, particularmente Doraibu mai ka, hubiera una densidad literaria que tomaba elementos de obras de Tolstoi o Chéjov en un entorno contemporáneo, en El mal no existe predominan elementos políticos y sociales que evitan completamente cualquier didactismo o afán pedagógico, adoptando un naturalismo en el que Hamaguchi, además de evocar a Renoir también parece tener en mente al italiano Roberto Rossellini.

Todo esto no implica que la película sea una heredera de estos cineastas, sin embargo, si resulta admirable el hecho de que, después de poder disponer de abultados presupuestos y la oportunidad de hacer megaproducciones internacionales, Hamaguchi se decantara por una obra que incluso reniega de sus obras predecesoras. Aquí se rechaza una visión de progreso que considera primero las ganancias antes que las personas y consciente de ello, Hamaguchi opta por no acentuar la idea de “maldad” inherente en este sistema, sino que simplemente la expone como cualquier otro elemento de la realidad que rodea a sus personajes.

Basta con pensar en la forma que Hamaguchi presenta a los dos portavoces del proyecto de glamping: sin ningún tipo de rasgo villanesco o asomo alguno de “maldad”, simplemente personas ordinarias que son empleados de un emporio corporativo. En ese sentido, la película no apunta a ser neutral ni negar que proyectos que prometen dejar “enormes derramas económicas” sean emisarios de problemas, sino más bien especificar la forma en que dichos proyectos rompen un equilibrio alcanzado durante años. La película encuentra resonancia en el ambiente postpandémico de un Japón endeudado por la organización de los Juegos Olímpicos de 2021 y que en días recientes enfrentó un brutal colapso de sus índices bursátiles.

Si la maldad no existe, tal como afirma el título de la película de Hamaguchi ¿cómo plantarse ante el mundo contemporáneo? La respuesta que ofrece el cineasta, al menos en esta película, es de una opacidad casi metafísica, es decir, que solamente cree en un mundo cuyos flujos y movimientos, incluso los más caóticos y destructivos, son naturales e inevitables como la muerte misma, ilustrando esa idea con la imagen del cadáver de un ciervo descompuesto descubierta por Takumi y Hana, que al ser examinado por Takumi afirma que no ha muerto súbitamente o sea, que no ha sido una muerte violenta o disruptiva, sino una simplemente natural.

La belleza de la película no viene, como decíamos antes, de una impostura estética, sino de detalles lúdicos tan discretos como espontáneos, ya sea el plano de unos niños jugando a los “encantados” o una lustrosa pelota rosa en la esquina de un plano. Quizá el principal lamento de la película es que cada vez hay menos espacio para el tiempo, tanto en el cine como en el mundo en que éste existe. La serenidad es el único refugio posible, sin glamour, vanidad ni lujo, solamente asequible en un gesto tan mínimo como elevar la cabeza en un bosque y mirar los árboles.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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