‘De Roma con amor’: Una rancia postal

Nuevos neuróticos, viejas neurosis.

Woody Allen, el artista del constante vaivén. Navegando siempre en las aguas de sus obras no sabemos en qué momento nos encontraremos con un, cada vez más escaso, oasis cinematográfico como Hannah y sus Hermanas (1986), Maridos y Esposas (1992) o Medianoche en París (2011) o si llegaremos a un árido territorio donde todo fruto creativo este rancio o sea altamente peligroso de degustar como Poderosa Afrodita (1995), Anything Else (2003) o Conocerás al hombre de tus sueños (2010). Decir o comentar la filmografía de Allen resulta un ejercicio de inocua futilidad, dado que cada vez que el señor nos presenta una cinta nueva se celebra con pomposidad el “regreso” de Woody Allen o se anuncia con fatalidad el “fin” de Woody Allen. Lo mismo sucede con cada nuevo disco de OV7.

Bocaccio meets Hallmark.

De Roma con amor continúa con la serie de ‘Woody Allen: agente de viajes’ que se podría decir comenzó con su emigración temporal a Londres y que continuó con su loa parisina Medianoche en París. Ahora llega a un tope creativo con su Decameron romano. Comenzando con paradisiacas tomas que nos llenan la pupila con el ruinesco encanto de Roma, Allen parece prepararnos para una versión latinizada de París. El problema radica en el hecho de que no hay una estructura narrativa tan sólida y atractiva como en Medianoche en París. La cinta, previamente titulada Bebop Decameron, es una serie de viñetas contadas de manera no episódica, creando una notoria ruptura de ritmo que vuelve a la película por momentos tan tediosa y exasperante como una entrevista a Peña Nieto.

Y decían que Woody Allen no trabajaba con animales…

Aunado a un ritmo y un pacing que parecieran moverse casi de manera glacial, existe un marcado desbalance entre las 4 historias desarrolladas en la cinta, las cuales están tan inconexas, narrativa y temáticamente, que parecen versiones extendidas de libros de chistes que se venden en los metros. Paradójicamente, la historia más interesante es la de Roberto Benigni, quien logra mantener sus pantalones puestos durante la mayoría de la cinta, cosa que parecía imposible para el idiotamente bufonesco attore. La historia es la de Leopoldo, un trabajador de oficina que sin razón aparente ni talento alguno en especial, un día se vuelve obscenamente famoso (¿escuché Justin Bieber?) y asediado por la voraz prensa italiana y su ejército de paparazzis. Benigni logra dar realismo y sostiene una actuación decente hasta el momento en que necesita bajarse los pantalones en público.

Una fábula burguesa y un sex appeal de cartón.

Luego viene la historia de un arquitecto interpretado por Alec Baldwin, quien únicamente presenta una versión del Jack Donaghy de 30 Rock sin corbata, en la que un día en una calle italiana se encuentra con un joven arquitecto interpretado por Jesse Eisenberg, cuya personalidad neurótica por naturaleza encaja sin problema en el limitado universo de Allen (blanco, neurótico, inteligente, bien ganoso) que a la postre y de manera terriblemente confusa resulta ser una especie de versión joven de Baldwin, quien le aconseja no enredarse con una joven actriz (Ellen Page) que es la mejor amiga de su novia (desperdiciada Greta Gerwig). Lo más risible de esta historia es la terrible interpretación de Page que con su voz profundamente nasal, su cuerpo de niña prepubescente y sus greñas con orzuela, dado que tenemos que comprarle el hecho de que ‘suelta una vibra sexual especial’ y que ‘enamora a todos los hombres’. Una naranja sin cáscara me resulta más estimulante que la cada vez peor Ellen Page.

“Apúrate, Gudi, que tengo que regresarle el vestido a Pedro”.

Dentro de este pastiche de historias ‘Bocaccio Style’, tenemos la historia de un joven matrimonio italiano que viene de la provincia para establecerse en la capital italiana. La esposa sale a cortarse el pelo y se pierde durante todo un día (sucede lo mismo si vas a la Zona Rosa). Mientras su esposo se queda en el hotel llega una putana italiana en vestido rojo ceñido y rayitos güeros en el pelo interpretada de manera cumplidora por Penélope Cruz, quien debido a una confusión termina presentándose como la esposa mientras la esposa real se enreda con un famoso actor italiano. Una historia de desventuras sexuales provincianas que es probablemente la que más se acerca a algo remotamente italiano, que funciona como un símil de la película, una italiana interpretada por una española mezclada con un grupo de snobs italianos que nos pasean por el Vaticano y que comparan el trabajo de Miguel Ángel con el de una prostituta.  Esto es De Roma con amor.

El Aplauso Forzado.

Finalmente tenemos la que es probablemente la peor historia y en la que paradójicamente se encuentran actuando dos titanes: el mismo Woody Allen y la siempre genial Judy Davis. La historia sobre una turista americana (Alison Pill) que se enamora de un italiano que resulta ser, como siempre, una suerte de genio que es sumamente atractivo y que se enamora de una gringa pecosa y cachetona. Ambos deciden casarse y para ello, los padres de la chica, un retirado director de opera avant garde (Allen) y una psiquiatra (Davis) llegan a conocer a los padres de italiano, un sepulturero y una caricatura femenina italiana. Un día, el personaje de Allen escucha cantar en la ducha al sepulturero, queda impresionado con su voz y decide llevarlo a una audición, dándose cuenta de que su talento sólo es válido en la ducha (como muchos otros talentos que sólo salen en la ducha). Una historia sumamente floja, lineal y absurdista en la que lo único que funciona es la potente voz del tenor Fabio Armilato y su interpretación de Pagliacci y los remates de Judy Davis.

El bordado de cada historia es una costura mal hecha, pegada con un soundtrack a veces muy sólido y otras veces patético (con una tonadita que parece una canción de Ray Coniff con infusiones techno) De Roma con amor es como uno de esos carruseles de postales en tiendas de recuerdos, algunas imágenes son memorables, otras regulares y unas cuantas más terribles y justo antes de elegir una es cuando te das cuenta que el mejor recuerdo es lo experimentado vivídamente y no lo que transmite una vieja y estéril postal de un remitente conocido pero sin un claro destinatario.

“Ok esta escena es igual a las otras 136…están cenando y bebiendo de lo mejor en Roma, pero son miserables por dentro….”

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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