‘Chungking Express’: Los objetos del amor

…el olor y el sabor de las cosas permanecen cernidos por un largo tiempo, como almas, listos para recordarnos algo, esperando y anhelando su momento entre las ruinas de todo lo demás…
Marcel Proust, En busca del tiempo perdido

Hay fantasmas viviendo en nuestras cosas. Los sentimos cuando un oso de peluche o un jabón nos conectan con quien ya se fue, porque la ausencia no existe para quien no deja ir. El fetiche, el tótem, son las manifestaciones de lo inaprensible, que trasladamos al tacto para sentirnos en su presencia y reducir así un poco de nuestro añoro, de nuestra aparente soledad.

Cuando en Chungking Express (1994), de Wong Kar Wai, el oficial 663 (Tony Leung) regaña a su jabón por estar demasiado delgado, está hablándose a sí; está jugando a reconfortarse tras la partida de su novia, que lo deja devastado, pero le será imposible recuperarse mientras se siga aferrando a los objetos que ella dejó. Los muñecos de peluche, la camisa de azafata, son lastres que mantienen al policía encadenado a un tiempo lejano ya roto, cuyos pedazos él trata de unir con un pegamento nocivo y masoquista: la nostalgia.

La relación del oficial 223 (Takeshi Kaneshiro) con los objetos es distinta, pero igualmente dañina. Su corazón roto busca consuelo en la idea de que si junta 30 latas de piña en almíbar, una diaria, con la fecha de caducidad 1 de mayo (May), se podrá reunir con su ex novia, May. Su pensamiento es mágico, pueril, pero sobre todo autoflagelante; si bien él no se desprecia conscientemente ni busca herirse, sus constantes esfuerzos por hallar símbolos que le regresen a May, y su mera necedad en recuperarla, son formas de mantenerse deprimido. Su carácter se resume cuando lamenta que todo expire en el mundo; él rechaza la pérdida, una constante en la vida, y, por tanto, a la realidad misma.

Estos dos policías son seres melancólicos porque son incapaces de amarse. Su inhabilidad para desapegarse de sus respectivas relaciones expresa caracteres profundamente dependientes; sólo se sienten capaces de querer a otros porque no saben estar consigo mismos, entonces buscan el contacto como un refugio desesperado ante la soledad, pero por lo mismo tampoco pueden realmente amar a otros. El oficial 223 se enamora, debido a este complejo, de una asesina y narcotraficante (Brigitte Lin) a quien debería estar persiguiendo; su sentido del deber se cimbra ante sus necesidades neuróticas y por ello permite a esta mujer actuar con impunidad.

Para Wong la necesidad que sentimos por otros puede ser un destino trágico, un error del que si bien no muestra su consecuencia para el policía, sí permite a la femme fatale continuar sus crímenes gracias a la ironía de que su enamorado no se da cuenta de quién es ella. No sabemos si en algún momento lo hará, pero hasta donde nos permite saber Wong durante la primera historia de dos que componen la cinta, el oficial 223 está ciego por ser tan fantasioso, tan tonto. Quizá si hubiera tenido la suerte de enamorarse de Faye (Faye Wong), como termina haciéndolo el oficial 663, sus errores no habrían sido tan serios.

Lo fascinante de la segunda historia es la abundancia del fetiche como un motivo referente al apego en exceso hacia una persona que otra, enamorada, intenta reemplazar. Esto lo vemos cuando la infantil Faye, un espíritu libre que parece, como bien lo señala su jefe, sonámbula, comienza a meterse al departamento del oficial 663 para reemplazar los objetos de la dolorosa ex novia con los suyos. Así intercambia desde un peluche hasta los peces dorados en un intento por convertirse en el nuevo fetiche del policía.

Para el oficial 663, cuyo departamento es un consciente correlativo objetivo de su relación perdida, el ver cómo los objetos cambian no lo sorprende; en cierta medida lo ignora porque aunque ya casi ninguno de ellos pertenece a la azafata, los sigue relacionando con ella. Él está en una especie de trance, afuera de la realidad y del tiempo, ignorando el constante coqueteo de Faye porque le es imposible percatarse de lo que está viendo; su percepción está tan retorcida que cuando escucha California Dreamin’ en un disco de Faye, dice que el álbum pertenece a su ex novia.

Cuando él finalmente invita a Faye a salir, ella no aparece sino hasta un año después, convertida en azafata. Wong nunca nos explica el por qué de la transformación, pero dadas las señales que ha mostrado durante el relato, nos recuerda al trabajo de Alfred Hitchcock en Vértigo (1958), donde un perturbado Jimmy Stewart viste a Kim Novak como una mujer cuya muerte lo obsesiona; el protagonista estará satisfecho hasta transformar a la nueva mujer en la anterior porque su obsesión es superior a su razonamiento. Claro, Hitchcock comete un error al revelar la identidad de la nueva mujer, pero Wong, al contrario, nos deja con un final agridulce porque si bien la pareja se unirá, no será en una comunión sincera, sino en una escenificación de un romance pasado pero no marchito en la mente del policía.

La visión de Wong Kar Wai no es, entonces, tan romántica como lo sugiere el estilo acaramelado de la película porque la verdad, la que emerge como una ballena antes invisible durante los pleitos de pareja, aplastará el romance, el sueño, y se convertirá en la separación. Pero, ¿se puede llamar separación en el caso de estos policías heridos, cuando están en busca, uno, del enamoramiento que reemplace el dolor, y otro, del amor de la misma mujer en un cuerpo distinto? Difícilmente, porque mientras no se amen lo suficiente como para no depender, estos hombres seguirán infatuándose por objetos, por patrones que les regalaron en el pasado la dicha, pero que ahora les roban el espíritu.

Por Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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