En 2003, Julián Hernández logró llevar a las salas su largometraje Mil nubes de paz cercan el cielo, amor jamás acabarás de ser amor. Ganadora del Teddy en el Festival Internacional de Cine de Berlín y algunos Arieles, éste resulta ser un film casi poético que deja más bien un sabor a desconcierto.

Gerardo (Juan Carlos Ortuño) es un muchacho homosexual que se ve sumergido en la soledad del desamor. Un hombre le ha conquistado pero ha desaparecido, dejando como explicación una nota que más que consuelo, le trae tortura. Ahora Gerardo se ve obligado a deambular por la ciudad en busca de una cura para su dolor, encontrando a su paso relaciones efímeras e insignificantes y opiniones que no puede compartir.  Su desconsuelo no tiene remedio.

Es claro desde el principio que Mil nubes… pretende un nivel de profundización poético y contemplativo que procura hacernos sentir en nuestra propia piel la desolación y cuyo objetivo es expresar una opinión acerca de la naturaleza volátil y fútil del amor, añadiendo de paso un discurso sobre la homosexualidad. Sin embargo queda claro también que estas metas no se logran. No es que la película carezca de sentido, ni que la idea se vea perdida, es simplemente que la pretensión del director es claramente demasiado grande para lo que se acaba proyectando en la pantalla.

Fotografiada en un impresionante blanco y negro por Diego Armendáriz, la estética de la película nos promete una catarsis que desafortunadamente no se logra.

El trabajo de la cámara es brillante, no sólo por la belleza con que logra retratar a la Ciudad de México, sino porque verdaderamente logra a nivel visual hacer una conexión introspectiva con los sentimientos de Gerardo y de las personas que le rodean; sin embargo la maestría técnica no se ve respaldada por un buen desarrollo emocional.

Al tratar de centrarse en un sentimiento, evitando lo más posible las acciones, y trabajando -más que diálogos convencionales, monólogos en off, Julián Hernández deja los personajes muy desamparados: Puesto que nunca logran desarrollarse por completo, a la audiencia le es imposible empatizar con un protagonista que no se conoce ni se entiende a fondo.

La obsesión con mostrar lo que Hernández asegura es una sensación autobiográfica, inspirada en una anécdota de Reiner Fassbinder, se queda demasiado cerca de la mente de su autor, y no logra llegar con la misma intensidad al resto de la gente. Las secuencias largas en las que sólo vemos a Gerardo sentado en diferentes lugares de la ciudad y las tomas repetitivas que carecen de justificación van minando la paciencia del espectador, ya que no parecen llevar a más de lo que se ha establecido desde el principio del discurso.

La poesía, pues, se queda trunca, pero no completamente ausente y ésto es lo que más desconcierta. La belleza que vemos no es comparable con la manera torpe en que se comparten las ideas y el ritmo contemplativo con que podría haberse desarrollado el film se quedan más bien en repeticiones cuya función se vuelve dudosa. Es frustrante ver el potencial que no pasa a ser otra cosa. Pero al menos se agradece que haya potencial.

 Por M. Rodríguez Alcocer (@RennoirAlcocer)

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