‘Trascender’: La traición

Acaso el misterio más grande sobre Trascender (Transcendence, 2014) es su abrupto cambio de opinión justo antes de finalizar. Durante dos terceras partes de la película, Wally Pfister se dedica a construir un argumento en contra del rechazo a la naturaleza y al ciclo universal de la existencia. Evelyn Caster (Rebecca Hall) nos es descrita como una mujer inestable, capaz de amar a un sustituto electrónico de su esposo con tal de satisfacer una muy moderna incapacidad de dejar ir. Las consecuencias de mantener viva la consciencia de Will Caster (Johnny Depp) apuntan al desastre y plantean la omisión de la mortalidad como una decisión trágica. Las ideas de Mary Shelley regresan a la vida, como su monstruo Frankenstein, motivadas por una aversión a la pérdida y a la soledad; un culto excesivo a la vida y al ser amado que culmina en la destrucción de la humanidad entera.

Esta obsesión por una fantasía perfecta que transforma al hombre en inmortal y le confiere un poderío divino encuentra un contrapunto en Max Waters (Paul Bettany), un investigador amigo de la pareja, quien le advierte a Evelyn que el dios en la máquina no es Will, sino una imitación de sus patrones de pensamiento. Max es un intelectual orientado hacia la bioética, infiel a la idea de una apoteosis informática, quien, después de ser secuestrado por la organización que asesina a Will, comienza a ser convencido por su líder, Bree (Kate Mara), de la necesidad de exorcizar a la computadora que contiene no la mente de su amigo, sino una versión de ella. La admiración que ella le confiesa a Max por las preocupaciones éticas de éste comunica un pensamiento muy avanzado del de acólitos de la inteligencia artificial como Ridley Scott, quien, más atribulado por el sufrimiento de los androides que de los humanos, condena en cintas como Blade Runner (1982) y la reciente Prometeo (Prometheus, 2012) el maltrato a quienes ve como hijos del hombre. Quizá Scott sufra por la posibilidad de que el hombre mismo sea una creación biomecánica incapaz de renacer o trascender; su empatía con los robots revela un terror a la muerte, similar al de Evelyn Caster en la cinta de Pfister. Pero justo cuando el director de Trascender está por argumentar una crítica importantísima a la era del phubbing y la distancia entre las personas, un instinto narrativo barato y comprometedor se apodera de él y derrumba los logros de la cinta.

De por sí, la expansión de Will en el internet ante la pasividad de las agencias de seguridad nacional –epítome de la paranoia americana en el mundo real– resulta increíble y la tecnología que él desarrolla para regenerar tejidos, conectarse a seres vivos e incluso crearlos transgrede la ciencia ficción hasta alcanzar el terreno de lo fantástico en un intento pobre por alcanzar un valor teológico. Pfister no hace su visión del dios computadora verosímil, de manera que sorprende o, en el mejor de los casos, ahuyenta a la audiencia, pero cuando traiciona su condena a la intrusión divina de Will y lo termina exaltando como una consciencia real, el siguiente paso en la evolución del hombre, Pfister se empeña en todas las características contemporáneas que tanto se ha esforzado en atacar. El único dios de la cinta, él mismo, perdona a sus personajes por intentar crucificar a su Cristo; ellos no saben lo que hacen.

Wally Pfister termina entregando una cinta aspirante a comunicar el importante mensaje de Ella (Her, 2013), de Spike Jonze, pero tan didáctica y finalmente traidora, que en vez de proponer una reflexión sobre nuestros acelerados tiempos de desarrollo tecnológico, un freno necesario para reevaluar nuestra posición en el mundo y nuestro distanciamiento de la realidad, nos aconseja aferrarnos al smartphone. Ante la grandeza inexplicable de un hombre-máquina, Pfister ve a su audiencia como una vulgar limitación de la inteligencia y el poder creativo; meros humanos ante un nuevo espíritu, que, exiliado del cuerpo, encuentra en los circuitos electrónicos la libertad. Su cinta revela las ideas de un hombre que fracasó en comprender la “nueva carne” de la que habla David Cronenberg en Videódromo (Videodrome, 1983) como una ironía.

Por Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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