Mirar al astro ausente: Tótem, de Lila Avilés

Un tótem es un símbolo o ancestro que representa a un clan, que a su vez, está unido de manera permanente a éste, como una planta que se desliza de su semilla y crece. La familia de Sol (Naíma Sentíes), una niña de siete años que se prepara para la muerte de su padre, compone pieza por pieza su propio organismo totémico.

A través de una narrativa coral, el segundo largometraje de Lila Avilés, Tótem (2023), convoca a los parientes de Tona (Mateo García), el padre de Sol, para celebrar su cumpleaños. Cada uno de los integrantes del clan enfrenta la muerte de una manera distinta: Nuri (Montserrat Marañón), hermana de Tona, se desliza hacia la tristeza y una botella de licor mientras hornea y pinta a mano el pastel de cumpleaños; Ale (Marisol Gasé), su otra hermana, se pinta el pelo, grita, fuma y limpia la casa sin parar; el abuelo Roberto (Alberto Amador) poda y prepara pacientemente un árbol bonsái. Con cada una de estas tonalidades, Tótem ensambla una delicada armonía.

La única que parece desentonar es Sol, quien vaga por la casa esperando poder ver a su padre. Ella es quien sirve de timonel mientras la atenta mirada del fotógrafo Diego Tenorio navega por la neurosis familiar. También, a diferencia de los adultos, es la única que se atreve a ver y enunciar la muerte. Todo en Tótem está construído a partir de la ausencia, a partir del silencio y de lenguajes esquivos que sirven de consuelo para no nombrar lo que más duele. La música es uno de estos elementos ausentes que convierte a las voces, los gritos y las pausas en un universo sonoro particular.

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Construída en una espiral ascendente, como una narrativa ouroboros, Tótem inicia y termina con el deseo de Sol: que su padre no se muera. La palabra deseo tiene su origen en la desdicha que sentimos al dejar de ver un astro cuando desaparece en la bóveda celeste, es anhelar verlo, mirarlo ausente. La familia de Sol mira ausente a su padre, desean verlo mientras aún está ahí porque anticipan su desaparición. Es por ello que la introducción tardía al personaje de Tona resulta en un mecanismo narrativo ideal para edificar la expectativa de ese astro que no vemos y que pronto se extinguirá. Y es que siempre hay una imagen que falta, como diría Pascal Quignard, y en este caso la imagen que hace falta, porque nadie tiene la fuerza para verla, es la muerte en sí.

Sol le pregunta a un celular cuándo va a ser el fin del mundo. Es imposible pensar que la muerte de su padre no desembocará inevitablemente en la extinción de todo lo demás. A pesar de ello, mientras Tona se prepara para morir, su familia sigue tropezando con la vitalidad que los rodea. La casa que acoge la fiesta, el hogar ancestral, es un ecosistema palpitante donde las plantas se desbordan, los pájaros reclaman ser vistos, los espíritus acompañan desde los rincones y los insectos recorren las paredes. Estas presencias enérgicas y amorosas que abrazan a la familia crean un contraste abrumador, ¿dónde poner a la muerte inmersos en este ritmo incesante de lo vivo?

La espontaneidad de sus actuaciones y la suave traducción de la pérdida hacen de Tótem un ritual lúdico, un homenaje polifónico que celebra lo que ama, lo que desea, lo que ríe, lo que habita y abraza. Sol encara a la audiencia antes de sumergirse en la oscuridad. Tal vez ya no intenta descifrar la muerte de su padre sino de asumir la gran vorágine que es la vida.

Por Fernanda Río (@aboutmonsters)

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