‘Renoir’: El misterio de la trascendencia

La sola construcción de una obra es un intento de trascendencia. El tiempo y el aplauso determinan la realización de esa expectativa, pero crear, ordenar la realidad en un drama, una película, una pintura, es inherentemente un deseo de perpetuidad. Acaso la nostalgia de Pierre-Auguste Renoir (Michel Bouquet), obsesionado con que las cosas duren, revela una intención de sobrepasar su mortalidad. Si su obra perdura, al menos su nombre lo hará también. Aun en sus últimos años, y dependiente de cuidados especiales para seguir pintando, el maestro impresionista insiste en dejar una marca, un rastro de que vivió.

Su visión artística es expresada por el director Gilles Bourdos cuando nos muestra a Renoir pintando a un grupo de mujeres desnudas, aunque sus modelos están vestidas. La imaginación del artista captura la realidad para fabricar un control y una armonía divinos en un mundo propio. El arte es el contacto supremo con la creación, que Renoir se niega a perder ante el progreso y el desastre. Por ello la morbidez de su hijo Coco (Thomas Doret), que colecciona imágenes de muerte, lo asusta. Toda su vida, Renoir ha “intentado pintar como un niño”. Ver a un chiquillo obsesionado con el fin de la vida es una reversa de sus principios y, por ello, la causa de su desdén. También Bourdos hace a un lado a Coco, pero al final lo hace con todos. En el corazón de la cinta no están los Renoir, sino la musa.

Andrée Heuschling (Christa Theret) posa para Pierre-Auguste, con quien comparte la ambición de trascender. Para ella, morir es fácil, y así como al viejo le inquieta Coco, a Andrée la perturban las sirvientas del maestro, pues ve en ellas lo que sería su final: el anonimato. Cuando conoce a Jean (Vincent Rottiers), el hijo más querido de Renoir y futuro auteur de Las reglas del juego (La règle deu jeu, 1939), ella encuentra una oportunidad para alcanzar la fama: será su actriz. Más que eso, ella se convierte en dueña e inspiración del talento de Jean, a quien somete en breves actos, como pintarle los labios y llamarlo: “Mi puta”. Andrée no sólo conquista al joven cineasta en la cinta, sino también al que la dirige. Aun así, ni ella se gana una resolución.

En el primer acto, Bourdos promete ya sea un conflicto entre padre e hijos, debido a las convicciones de Pierre-Auguste en contra de lo horrible, que representa Coco, y lo nuevo, que encarna Jean, o un filme sobre la admisión de un legado artístico que perdura en generaciones posteriores. Sin embargo, la exposición de carácter nunca termina. Irónicamente, la cinta sobre la trascendencia no muestra el efecto de sus personajes en el mundo, sino la irrelevancia de sus acciones. Hasta donde Bourdos cuenta la historia, no pasa nada.

Los personajes, fascinantes todos, no actúan, y su pasividad refleja no una convicción de su estatura, sino una irrelevancia, por cierto, falaz. Los Renoir han sido una de las familias más importantes en Francia, sobre todo para el cine, pero Bourdos se rehúsa a mostrar cómo. Su cinta es un acto de fe, pues exige al espectador creer en los personajes, no presenciar sus decisiones. Ni siquiera era necesario relatar sus vidas y obras completas, sólo comprender sus conflictos y concluirlos, pero no sabemos cómo Jean decide hacer cine, aunque es un punto esencial de su relación con Andrée; ignoramos cómo enfrenta la muerte Pierre-Auguste, si con la satisfacción de una vida compleja y una carrera brillante, o si abrumado por el terror que le impide el reposo. Coco es abandonado fuera del cuadro; el conflicto de su visión mórbida con la de su padre no tiene clímax, y su posterior carrera ni siquiera es mencionada al final.

Bourdos se ve forzado a cerrar este drama que no sucede con un incómodo epílogo. De lo contrario, su filme se habría tratado de nada. Más preocupado en imitar los colores de Renoir, Bourdos eligió mal su tono, que debió ser la contemplación sensual. Pálida frente a la también reciente Camille Claudel 1915, de Bruno DumontRenoir (2012) no encanta los sentidos ni comunica satisfactoriamente las emociones. Mientras en aquélla Dumont revela en explosivos instantes el mecanismo de la reclusión, Renoir se pierde en un delirio descriptivo. La trascendencia, que se supone su tema, es un misterio del que sólo la Historia dará testamento.

Por Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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