Demandante es un adjetivo poco usual para describir una obra cinematográfica. Pero resulta casi imposible no recurrir a dicha palabra cuando se habla de la obra póstuma del cineasta ruso Aleksey German, Qué difícil es ser un dios (Trudno byt bogom, 2013), una magnánima obra filmada en blanco y negro durante 13 años donde se narra la historia —¿futurista?— de un grupo de terrícolas que viaja a un planeta similar a la Tierra que apenas atraviesa la Edad Media.
Don Rumata es el protagonista del filme y líder del grupo. Nuestro guía de turistas en esta tierra que el ya difunto cineasta retrata como nunca antes algo había sido filmado en el mundo cinematográfico. En Qué difícil es ser un dios cada secuencia es de una barroquería monumental, de un churrigueresco medievo compuesto de fluidos, ideología y movimiento. La cámara de German recorre el espacio de manera ininterrumpida. El espectador es demandado en cada encuadre por un nihilismo apocalíptico que permea cada segundo de lo registrado. Entre lodo, tierra, sangre y un sinfín de esencias, German retrata un agobiante desencanto que sólo puede ser relacionado con el Fin.
La experiencia que significa enfrentarse a Qué difícil es ser un dios se complementa con todo lo referente a la grotesca y visceral puesta en escena que se puede reducir a la innumerable cantidad de fluidos que circulan en pantalla. Sangre, mucosidades y mierda convergen con los fluidos de la tierra; el lodo, la lluvia, los charcos. Todo esto que invade en pantalla en medio de diálogos tan profundos como vagos en secuencias densas y titánicas, logrando crear una orgía filosófica-visual-sensorial sobre un horror que parte de lo humano.
Nuestro protagonista se enfrenta en esta atemporal y foránea tierra a un compendio de cuestionamientos ontológicos donde se difumina lo divino con lo orgánico. Todo lo referente a lo temático termina por ser orillado a un segundo plano al verse sujeto al magistral ejercicio que es y termina por ser en su visualización, el filme. Dios y el Ser se pierden en la terrenal totalidad que concibe el cineasta en esta exploración inabarcable de lo desagradable de la existencia.
Si con el incomparable húngaro Bela Tarr, el eje es la puesta en escena de lo mínimo, donde la soledad es la herramienta para alcanzar la desolación visual y sensorial, en esta última obra de Aleksey German es necesario una composición a base de la saturación. La mente es incapaz de recibir todo lo que el cineasta nos impone en pantalla. Las constantes revisiones de este clásico de culto instantáneo son imperativas, ya que sin duda cada una de estas será una completa y absoluta experiencia donde no queda más que quedar absorto de este manejo extremo y absoluto de lo cinematográfico que da por resultado esta película imposible, el último monumental vestigio de un cine que ya no es; de un mundo y seres que ya no serán.
Por Pedro Emilio Segura Bernal (@PedroEmilio)