Se suele decir que el traductor es un traidor; que su intrusión en la vida de un texto es tan monstruosa como la del amigo en nuestras camas, y sin embargo, así como muchos de esos amigos desleales mantienen a los matrimonios unidos, dado que se encargan de dar a la esposa lo que el marido no puede, los traductores mantienen vivos los grandes textos por la esencia dramática que ayudan a preservar, independientemente de su transgresión del lenguaje original.
Una adaptación cinematográfica de un texto literario o dramático hace lo mismo que una traducción: aumentar el tamaño del público, sobre todo en la era del pixel y su naturaleza enajenante. Lo importante de esta operación es, debemos insistir en ello, el respeto a la intención y la esencia del texto original.
Si uno esperara que Baz Luhrmann, rey del kitsch, pudiera capturar en un filme la elegancia de The Great Gatsby, de F. Scott Fitzgerald, estaría, y de hecho está, muy equivocado; sin embargo, también comete un error quien suponga que el director australiano no puede transmitir lo mismo que la novela de 1925.
Existe una afinidad tremenda entre Fitzgerlad y Luhrmann, quien construye con el argumento original una hermana mayor de Moulin Rouge! (2001). Los temas de amor imposible y de la decepción con una vida de placer son indistintos entre el novelista y el cineasta, pero lo que más los une es su interés por la perspectiva.
Para entender esto debemos remontarnos al inicio de Moulin Rouge!, cuando Luhrmann nos muestra en un par de ocasiones la misma toma del París de Toulouse Lautrec con importantes distinciones entre ambas: la primera explica con ausencia de color a personajes decadentes y grotescos mientras escuchamos una opinión conservadora sobre ellos; la segunda está llena de color y exenta de suciedad alguna porque la narra el bohemio protagonista.
Con esta toma Luhrmann se zafa de la responsabilidad de una revisión histórica tan vulgar que indica que Lautrec era un payaso enano que cantaba temas de T. Rex, porque él está presentando –no sin afinidad, claro– la visión del protagonista. En The Great Gatsby, la novela, Fitzgerald hace una acrobacia similar.
Nick Carraway, el verdadero protagonista del libro, comienza diciendo que no juzga a la gente porque pocos han tenido la suerte de nacer acaudalados como él, pero advierte de su desprecio por quienes lo rodearon durante las experiencias que está a punto de narrar. Con esto, Nick se permite eliminar toda profundidad psicológica en los personajes que le desagradan. No se equivoca Kathryn Schulz cuando asegura que esta Gran Novela Americana está vacía en ese sentido. Como Humbert Humbert, el protagonista de Lolita, de Vladimir Nabokov, Nick tiende al solipsismo. Estos dos personajes, a través de sus narraciones, nos llevan a conocer más de sí mismos –Humbert con sus engaños y Nick con sus prejuicios– que del mundo alrededor de ellos y de las personas con quienes interactúan.
De hecho la estructura dramática de The Great Gatsby está más relacionada con Nick que con Jay Gatsby porque es Nick quien sufre la transformación más grande: después de su verano con Gatsby y compañía, su decepción con el hedonismo y el éxito material es tan grande que termina regresando al tradicionalista Midwest, en retirada del exótico Este neoyorquino. Luhrmann respeta todo este desarrollo temático aunque modifica algunas escenas debido a las limitaciones de tiempo o simplemente por su instinto natural para el espectáculo.
Más de un par de escenas se desarrollan de manera distinta del libro, como un almuerzo con un gángster o el reencuentro entre Gatsby y su amada Daisy, pero aunque expresadas con espacios más grandes, ruidos más estruendosos y anacrónicos o colores más chillones, Luhrmann nunca niega su lugar a Nick, quien está presente en todas las escenas y las colorea y distorsiona con su percepción.
De hecho puede alegarse que el hiperbólico Mise-en-scène hereda la función de la prosa de Fitzgerald: ambos son recursos que ayudan a realzar la superficialidad y el maniqueísmo con los que Nick describe este mundo como, al principio, rutilante y atractivo, para después ir decayendo en inmoral y repulsivo.
Lo que nunca cambia, ni en el libro ni en la cinta, es la admiración de Nick hacia Gatsby, más un símbolo de la virtud manchada, caída en una obsesión irreal, que un personaje. La trágica necedad de Gatsby por volver en el tiempo es tan lamentada por Luhrmann como por Fitzgerald a través de Nick, y es la prueba de la afinidad entre ambos.
En los tiempos de la generación millennial podría esperarse que una adaptación cinematográfica de The Great Gatsby, en especial una dirigida por Baz Luhrmann, hubiera sido una apología del lujo, pero la cinta rechaza, como la novela, que la felicidad se pueda comprar. Gatsby admite sentirse vacío a pesar de su enorme casa, su hidroavión y sus fiestas. Su caída duele igual que en las páginas del libro porque es eterna y omnipresente, mitológica. Se acercó demasiado al sol y se derritieron sus alas, pero su amigo, Nick, a quien ahora podemos mirar, nos sigue llamando a la moderación con el mismo vigor que hace 87 años. Por esta persistencia, Luhrmann sólo puede ser aplaudido.
Por Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)