La constante tensión de Las olas

En Las olas (Waves, 2019), el trabajo más reciente de Trey Edward Shults (It Comes At Night, Krishna), se construye un díptico enfocado en una familia afroamericana de clase media alta en Estados Unidos. El hijo mayor del matrimonio conformado por Catharine (Renée Elise Goldsberry) y Ronald (Sterling K. Brown), Tyler (Kelvin Harrison Jr.), es una joven estrella de la lucha grecorromana colegial con un futuro brillante como deportista y estudiante.  El chico mantiene una fraternal lucha con su padre –quien vio truncada su carrera deportiva debido a una lesión en la rodilla–, deseoso no sólo de mantener el legado familiar sino de superarlo. Sin embargo, una magulladura en el hombro de Tyler provocará que la tóxica masculinidad con la que fue educado brote y transforme su vida –junto a la de la familia– de manera permanente.

Las acciones del protagonista de la película son filtradas por una cámara hiperquinética, casi impresionista –apoyada en el excelente trabajo musical de Trent Reznor y Atticus Ross–, que captura fragmentos de la vida y sentimientos de Tyler, un adolescente incapaz de lidiar con las emociones de su cotidiano porque ha sido esculpido por la dura mano de su padre, un hombre que flaquea es, según lo adoctrinaron, un hombre fallido. La masculinidad es vista como una prisión sin aparente salida, ésta existe pero reconocerla significa el fracaso absoluto. El mundo de Tyler es uno donde los problemas se resuelven con despliegues físicos, con músculos, no con la palabra o la razón. Tyler es un impulso condenado a extinguirse en las brasas avivadas por su propio combustible.

Esta primera sección de Las Olas recuerda en su construcción a uno de los trabajos más sólidos de Spike Lee: No perdonarás (He Got Game, 1998), donde Denzel Washington interpretó a Jake Shuttlesworth, quien sale de prisión con la misión de convencer al hijo que abandonó, Jesus (el basquetbolista Ray Allen en su única aparición cinematográfica), de unirse al equipo universitario favorito de un político con la influencia suficiente como para eliminar su condena. Lee revela eventualmente que, en una fatídica noche, un violento exabrupto de Jake, provocado por sus limitaciones emocionales como hombre, es el culpable de la fractura al interior de su familia y la razón misma de su encarcelamiento.

Jake y Tyler son víctimas y victimarios por igual porque son incapaces de encontrar significantes para su vida cuando las metas establecidas fallan. Por ejemplo, Shuttlesworth, al perder su carrera colegial por una lesión en la rodilla (otro punto en común entre ambas obras), impone a su hijo ser esa estrella que él no pudo ser. Su relación no es una de entendimiento y desarrollo, sino un flujo de toxicidad donde la imposición está por encima del cariño filial. Está condenada al fracaso, al desencuentro, porque su desarrollo sólo tiene un destino marcado. La presión envenena el aire a su alrededor, una oleada tóxica que avanza hasta engullir todo.

Si Waves terminara con la historia de Tyler, sería como cualquier otra tragedia dedicada a observar la masculinidad tóxica y sus consecuencias, en el marco de un relato de redención deportiva. No obstante, la segunda parte del largometraje da un giro de 180º y cambia su perspectiva a la hija menor de la familia, Emily (Taylor Russell), quien debe enfrentar las consecuencias de un ignominioso acto del que ella no tuvo control. Ésta es una marcada diferencia con He Got Game, Lee sugiere que las acciones del patriarca se extienden a todo el núcleo familiar, aunque la relación entre padre e hijo nunca deja de ser el foco de la historia; Shults, en cambio, hace de la otra heredera de la educación paterna la razón de su película.

Esta segunda parte se olvida de la cámara anabólica del primer segmento y opta por tomas amplias, donde se aprecia el aislamiento de Emily en su totalidad. Una mirada que simula un melancólico abrazo que envuelve a la adolescente en colores suaves, azules añorantes lejanos de la saturación neón que rodeaba a su hermano. Su mundo es uno en permanente recuperación, como la espuma de las olas que regresa al mar después de tocar la arena. Shults enmarca su película en esa imperturbable regla de la física: a cada acción corresponde una reacción. Una reflexión elemental, natural de la vida, que supera el lugar común gracias a la bella metáfora que da título a la película.

Cada acto humano es como la piedra que rompe el agua al ser lanzada y genera olas de diferentes tamaños, éstas crecen y se disipan alterando el líquido que les permite existir, hasta que todo se acomoda nuevamente a la espera de otro suceso que rompa una vez más la calma. Una constante tensión indivisible de su existencia. La vida fluye de manera muy similar, nuestras acciones no son sino ondas destinadas a alterar todo aquello que tocan, un flujo que somos incapaces de dominar debido a nuestra frágil naturaleza como humanos, que reverberará buscando el control hasta el final de nuestros días.

Por Rafael Paz (@pazespa)

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