Black Canvas | Friends and Strangers y las sombras en el desierto

La extrañeza se esconde en lo rutinario, prefiere ese escondite porque parecería que todo sigue igual, pero hay algo que disloca, hay algo que se está fragmentando, como si un nahual o un trickster cambiara el ritmo, la tonalidad o el espacio. La extrañeza toma cuerpo ahí donde lo familiar, lo amable, piensa haberse instalado. Friends and Strangers –ópera prima de James Vaughan, 2021– recorre los caminos australianos donde aparentemente el mar no deja de moverse, la caca sempinterna de conejo nunca deja de asomarse y el calor se materializa en paletas pálidas y secas.

Cuando creíamos que Friends and Strangers recorrería una narración amorosa con un nervioso Ray (Fergus Wilson) y una segura Alice (Emma Diaz), Vaughan comienza a sembrar semillas lúdicas de desconcierto que irán germinando suavemente en navajas y nudillos de ironía, de burla y de vacío. Después de su primer capítulo, el director australiano nos lleva de las llanuras a la ciudad sin aviso, sin mediaciones, y ahí Ray comienza un recorrido que bien podría ser el de Gam-hee (The Woman Who Ran, Hong Sang-soo, 2019), desplazándose entre espacios con lógicas propias pero a las que ni Ray ni Gam-hee terminan por acoplarse; dos extranjeros en un lenguaje hegemónico.

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El camino –como el tiempo– se abre y para recorrerlo, esta vez Vaughan elige los códigos cercanos al miedo, o al terror; la atmósfera que Ari Aster tardó en construir más de dos horas con Midsommar: el terror no espera la noche (Midsommar, 2019), Friends and Strangers lo hace con la precisión de un científico con guantes de box en un tiempo condensado. Esta tensión de desierto y mar, de peligro y temor se construye con un guión que a través de la negación muestra su subtexto, con un diseño sonoro que hace más evidente los contrapuntos, y con una plástica que aligera la narración pero que al mismo tiempo condensa algo cercano al absurdo: la casa de Renato y Albin (La jaula de las locas, Édouard Molinaro, 1978) en un barrio adinerado de la isla del Océano Índico. Y es en esta jaula, en donde Vaughan desglosa su preocupación más punzante: ¿qué hay que hacer para que algo vacío parezca sólido? La respuesta no da concesiones: el dinero. Para que la construcción funcione hay que conseguir un montón de albañiles anónimos, de mano de obra, lo demás es decorado, maquillaje; hacerle a la mamada y al artista, un artista adinerado, por supuesto.

El cuchillo entre los dientes viaja con Vaughan también a lo exterior, a lo público, en donde con gestualidades que se alejan del panfleto expone los cuerpos güeros tomando el sol, cuerpos pálidos que no forman parte de un clima tan hostil; esos cuerpos tuvieron que haber llegado de otro lado, destruir unas cuantas narraciones entre sangre y más sangre, y acomodar plácidamente sus pieles delicadas en las nuevas tierras.

La incomodidad prevalece –como esas secuencias irritantes a la que Yorgos Lanthimos logra llevarnos para remover un poco de bilis y negrura en El sacrificio del ciervo sagrado (The Killing of a Sacred Deer, 2017)–, pero también lo amable, lo amigable que es el espacio; por ello Vaughan se siente cómodo entre los paisajes australianos –como Dumont en los espacios franceses–. Es en esa tensión en la que nos sentimos tan identificados con un vacío hostil y afilado, seco y con sabor a metal; sin embargo, también dentro de ese espacio, habrá siempre un mar que nos reciba y un árbol que nos dé sombra; una sombra en el desierto de lo absurdo.

Por Icnitl Ytzamat-ul Contreras García (@Mariodelacerna)

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