‘Ben-Hur’: La nostalgia por la sacra rutina

Es muy probable que aquellos espectadores con el gusto de haber nacido entre las décadas de 1960 y 1980 recuerden con añoranza las funciones dobles (y hasta triples, en algunos casos) que solían proyectarse cada año en los cines durante la Semana Santa. Una presencia fundamental en estas funciones la constituían aquellas superproducciones Made in Hollywood ubicadas en la Roma de la antigüedad, específicamente durante los albores del cristianismo, a modo de respuesta a los peplums italianos. Si bien dichas producciones procuraban seguir las pautas marcadas por sus modelos europeos, en realidad el objetivo era su propia consolidación como una forma de entretenimiento masivo, casi sin límite de presupuesto, rodada con la finalidad de disputar los favores del publico a una escala mayor, difícil de alcanzar para los recursos de la cada día más peligrosa competencia: la televisión. Pero a fin de cuentas, dichas recreaciones de época eran puramente ornamentales (con una evidente tendencia al romanticismo) y no resultaban demasiado rigurosas en lo que a la verosimilitud histórica se refiere.

Estupenda muestra de los resultados al filmar en un formato tan impresionante como el efímero MGM Camera 65 (con el cual se lograban captar imágenes panorámicas de un aspecto de 2.66: 1, visiblemente más amplias que el 2.35: 1 o el 1.85: 1 de los films actuales), el cuantioso presupuesto de casi 16 millones de dólares (una apuesta arriesgada, considerando que el estudio se hallaba al borde de la bancarrota), los más de 15 mil extras, los gigantescos sets construidos en los estudios italianos de Cinecittà, la presencia de grandes personalidades al frente y detrás de cámaras (entre los involucrados sin goce de créditos en el guión se encontraban los reconocidos dramaturgos Christopher Fry y Gore Vidal), la extraordinaria música de Miklós Rózsa y la dirección del más que eficaz artesano William Wyler, en 1959, Ben Hur, la segunda adaptación cinematográfica de la fervorosamente discursiva novela de Lewis Wallace, se propuso representar la culminación de esta manera de entender el cine.

Ambientada en la Judea del año 30 durante su ocupación por el imperio romano, la cinta narra la de sobra conocida anécdota de Judah Ben-Hur (Charlton Heston), un idealista y respetado príncipe (a la par, coetáneo de Cristo), quien, al recibir tras varios años de ausencia la visita de Messala (Stephen Boyd), su mejor amigo de la infancia, rechaza la petición de aquél de convertirse en un soplón al servicio de Roma. Colérico ante la respuesta negativa, el ahora frío e implacable tribuno romano aprovecha un accidente fortuito, del cual se sirve para acusar al infortunado aristócrata judío de intentar asesinar al nuevo gobernador de Roma, encarcelando a la familia de Judah y enviando a éste a una muerte segura en las galeras. Durante el viaje a su mortal destino, el camino de Judah se cruza momentáneamente con el de Jesús, un encuentro que estimulará en Judah un renovado ánimo de supervivencia que le permitirá salir adelante de la dura prueba para emprender un azaroso viaje de regreso a Judea en busca de su familia perdida y de la venganza.

Es posible que la primera impresión de Ben Hur sea la de que el realizador se esmeró en incluir en su película  todos los elementos del género, como la nobleza a toda prueba del protagonista, opuesta a la malignidad inconmensurable del villano, procurando no dejar a un lado los grandes valores de producción, así como el trasfondo o comentario político y/o religioso, el cual influye en las motivaciones de los personajes, etcétera.  Sin embargo, lo que resulta muy atrayente es la manera como Wyler pone todos estos ingredientes sobre la mesa, empezando por el lado técnico, donde hace un acertado empleo de los recursos ofrecidos por el panorámico formato utilizado –la antológica y espectacular secuencia de la carrera de cuadrigas es el ejemplo supremo de ello. No obstante, es el desempeño histriónico de todos los actores involucrados en el proyecto donde reside la verdadera fuerza.

La sólida presencia de Charlton Heston no pudo resultar más adecuada para encarnar al atormentado heredero de la casa de Hur. Wyler supo aprovechar el talento actoral y la apariencia física de Heston al servicio de un papel rico en matices, al cual le es suficiente un gesto o una mirada para expresar los conflictos interiores del personaje, debatiéndose continuamente entre su ánimo personal de venganza, sus principios y el amor por Esther, su ex esclava (Haya Harareet), sentimientos encontrados que, en algún momento, llevarán a Judah al punto de convertirse en una suerte de prolongación de la fría y calculadora maldad del no menos expresivo Messala, o bien, en una antítesis del propio Jesucristo (Claude Heater), quien tiene una incidental pero determinante presencia y al que, como parte de una magistral maniobra creativa de Wyler, nunca veremos de frente, sino única y exclusivamente de espaldas.

Cinta plena de diálogos y situaciones de gran calibre, que por momentos (los menos, afortunadamente) y pese a la estupenda labor de los guionistas, puede resultar a ojos de las audiencias actuales (acostumbradas al tono inconformista e incluso transgresor de algunas producciones recientes sobre el tema) una obra desigual al no conseguir librarse (de manera voluntaria, sin duda alguna) de los convencionalismos afines a la primigenia radicalización moral presente en la historia original de Wallace, más allá de cualquier tipo de reparo ideológico al respecto, se trata de una experiencia fílmica que muestra como pocas los faraónicos métodos de producción en una lejana época en donde el éxito artístico o el fracaso económico dependían más de la innovación y la masiva labor física de un trabajo en equipo, que de la continua explotación de una gastada formula por vía de un sofisticado software. Para bien o para mal, la rueda sigue girando.

Por Venimos, los jodimos y nos fuimos (@venimosjodimos)

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