‘Ben-Hur’: Santos perdones, Judah

Los nuevos dioses no escribieron sus historias en la Biblia. No están relacionados a ninguna religión (que se ostente de manera obvia). Usan mallas y aseguran tener superpoderes. Son años dominados por superhombres, de proezas que van más allá de lo humano. No apuntan a lo divino, sino a las fallas mismas de su humanidad. Si fallan es que algo de hombres tienen; si ganan, también.

Por eso el regreso de la saga de Ben-Hur (2016) se antoja fuera de lugar. Las épicas bíblicas no han gozado del favor del público a últimas fechas (¿alguien dijo Noé?) y las películas de sandalia y espada tampoco. Las nuevas cintas religiosas (católicas y cristianas, sobre todo) buscan espacios de “debate” (Dios no ha muerto) o melodramas pequeños de corte propagandístico (Las horas contigo), si se cuelan a las grandes ligas es mediante su iconografía (la escena cumbre de El hombre de acero).

Judah Ben-Hur (Jack Huston) es un joven príncipe judío en tiempos del Imperio Romano. Su familia goza del favor de los invasores, por ello han logrado mantener cierto estatus entre la población local. Además, nuestro protagonista pasa los días jugando y montando junto a su hermano adoptivo, Messala (Toby Kebbell), un romano que fue adoptado por la familia cuando era un niño.

Juntos son una muestra de que ambas facciones pueden cooperar y entenderse. Sin embargo, una mala jugada del destino despoja a Judah de todo lo que una vez amó hasta terminar como esclavo en una galera de guerra. Su liberación tras una gran batalla naval será el primer paso en pos de encontrar venganza y redención.

El Ben-Hur más recordado, el de 1959 (hay otras versiones, la primera de 1907), buscaba ser un espectáculo gigantesco. Una película que estuviera a la altura del imaginario bíblico en que tomaba inspiración por medio de la novela escrita por Lew Wallace. Era un producto de su tiempo, como el nuevo también lo es.

Aquí su director, Timur Bekmambetov (Guardianes de la noche, Se busca), crea una pieza inofensiva de entretenimiento religioso. Cargada con un mensaje claro y sin complicaciones: al reino de los cielos se llega perdonando las ofensas ajenas y poniendo la otra mejilla. Como lo explica el Jesús de Rodrigo Santoro (¡el mismo Xerxes de 300!), todo se trata de amar al prójimo y esperar que la gloria te reciba después de la muerte.

Bekmambetov entrega un producto eficiente en sus intenciones e ideas. El perdón está por encima de todo. Su mensaje no se entorpece en ningún momento. A diferencia de sus trabajos anteriores, el director no crea alguna postal de ilógica espectacularidad (como las balas curvas de Se busca). Ni la carrera sirve como espacio para aventurarse.

Hay una notoria intención en la película de jugar a lo seguro, de no arriesgar la ideología del presupuesto. Por eso Ben-Hur termina por verse inofensivo, con los mismos valores de producción de cualquier producto de Hallmark Channel. Un entretenimiento inofensivo (olvidemos las ofensas y aprendamos a amarnos todos) como olvidable será su paso por la cartelera.

Al menos la versión de Charlton Heston tenía como intención ser el show más grande que la Tierra hubiera visto.

Por Rafael Paz (@pazespa)

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