Amores incompletos, la distancia que permite el encuentro

¿Es posible conocer por completo a alguien? Para José (Alejandro Camacho), protagonista de Amores incompletos (2022), la pregunta ni siquiera pasa por su cabeza: a lo largo de las décadas ha compartido techo y días con su esposa Elena (Patricia Bernal), consiguiendo hacer de la rutina compartida un compromiso sin esfuerzo, cronometrado y preciso. Incluso en la relación con sus hijos: la oficinista madre soltera Sonia (Edwarda Gurrola) y el cineasta experimental de nicho Daniel (Joze Melendez), quienes tienen plenamente identificado cuál de sus padres apapacha y cuál es emocionalmente inaccesible.

Por ello la muerte de Elena es un terremoto para José. El puente entre el mundo y él se pierde, obligándolo a enfrentarse con su entorno. La cosa se complica un poco más cuando el viudo descubre el diario secreto de su esposa, páginas que recalcan su nulo conocimiento sobre su compañera y, no sólo eso, la existencia de tres compañeros sexuales que le permitieron explorarse de maneras imposibles para el lecho matrimonial. Intrigado y herido, José decide tomar carretera para encontrarse con cada uno de ellos.

El segundo largometraje como realizador y guionista de Gilberto González Penilla mantiene ese sabor de drama familiar agridulce ligeramente excéntrico que caracterizaba a su ópera prima –Los hamsters (2015)– y su particular mirada de las dinámicas (disfuncionales) al interior de un hogar, siendo la falta de comunicación el principal obstáculo para una existencia más plena de todos los involucrados, sean hijos o padres.

En el caso de José (y un poco de su descendencia), a la falta de comunicación podría sumarse el inconveniente de no reconocer cuál es su verdadera realidad y cómo ésta choca con la imagen que tienen de sí mismos en su mente. Si bien José nunca pudo ver más allá de la comodidad de la rutina y la fachada de matrimonio feliz que la acompaña, Daniel necea por hacer carrera en un quehacer cinematográfico que existe en los márgenes y lejos de lo convencional; y Sonia vive de trabajo en trabajo, pensando que eventualmente será valorada por sus cada vez más lejanos logros académicos, al tiempo que subsiste gracias a la ayuda financiera de sus padres.

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La travesía que emprende José a lo largo de la península de Baja California adquiere un significado especial no porque consiga su objetivo –saber cómo, cuándo y de qué forma le pintaron el cuerno– sino que permite al huraño adentrarse en su olvidado universo personal y de pareja. Cada parada lo obliga a eliminar un poco más la rigidez de su vida, por lo que su tragedia está más relacionada con las oportunidades perdidas de su matrimonio que con la infidelidad de Elena.

Ese viaje y su tono agridulce, retratado por Gilberto González Penilla hacen eco del cine de directores como Jim Jarmusch (especialmente de algo como Flores rotas, 2005) y Alexander Payne, dos cineastas con la capacidad de encontrar humor y tristeza por igual en sus entrañables personajes. El lazo parece ser más estrecho con Payne, en específico con Las confesiones del Sr. Schmidt (About Schmidt, 2002) con su amargado viudo protagonista –interpretado por Jack Nicholson–, aunque la liga podría extenderse a Los descendientes (The Descendants, 2011) o Nebraska (2013), otro par de trabajos en que las deficiencias familiares se subsanan gracias a la obligación que impone una pérdida.

Igual que en aquella película protagonizada por Nicholson, si el rompecabezas de Amores incompletos encuentra su forma se debe a la vulnerable y petulante actuación de Alejandro Camacho, quien consigue evitar la caricatura generacional –a la manera de Un padre no tan padre (2016), un ejemplo reciente– convirtiendo a José en algo más que sus limitaciones como persona. Este es un hombre que ha actuado por costumbre, no por dolo. Su falla es haber sido incapaz de identificar las posibilidades –y dichas– de una vida con una dosis extra de espontaneidad junto a su pareja.

Vivir para disfrutarlo, vaya si es complicado.

Por Rafael Paz (@pazespa)

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