‘Amor mío’: El placer destructivo

“Amor mío que me has hecho
amor mío que no vivo
te has clavado en mi vida
como un puñal que aunque quiere lo lastima”
-Camilo Sesto, Amor Mío

¿Quién no ha pasado por una relación que podría tildar de “tormentosa”? No parece haber una excepción a tal experiencia, por doquiera se erigen narrativas, aderezadas con moco, rímel y dolor sobre el gran daño que un ser, otrora amado, ha hecho en el corazoncito de alguien más y los fantasmas que generan suelen exorcizarse en la ficción de una fantasía.

La cineasta francesa Maïwenn, quién se convirtiera en una presencia imprescindible en Cannes después de su polarizante Polisse (2011), presenta una relación de pareja que de tan escandalosamente destructiva, se vuelve rehabilitadora. El filme, que se alzó con el premio a la actuación femenina en la pasada edición del Festival de Cannes, retrata la relación de Tony (la actriz y cineasta francesa Emanuelle Bercot) con el carismático y entrañablemente vulgar Georgio Milevski -cuyo nombre remite a un estilista o una boutique de saldos- interpretado por el gran Vincent Cassel.

Cuando Tony es admitida en un centro de rehabilitación después de un aparatoso accidente de esquí, una rehabilitadora le sugiere que su aflicción de la rodilla podría estar expresando el dolor afectivo que la paraliza, somatización que le da estructura al filme, haciendo que el proceso de curación de la rodilla se convierta en un recuento de la relación entre Tony y Georgio. El amorío nace de manera espontánea y el tono de Maïwenn es naturalista con un discreto gusto por lo estridente, más no lo dramático.

La visión de Maïwenn, visceral pero artificiosa, entrona a Georgio como el prosaico monarca del título original (Mon roi- Mi rey), convirtiendo a Tony en una súbdita confundida que adora con la misma intensidad que resiente la necesidad de gratificación de su inestable pareja, pero parece ser más una infatuación prolongada que lo que se podría considerar “amor”. Es precisamente ese estado de febril pasión lo que hace inmune la adoración, un amor imperfecto e incompleto que se desmorona y se sostiene por la seductora personalidad de Georgio. ¡Ay Yoyo, como la pones!

Maïwenn concibe como la pasión se convierte en un abrasivo ácido que corroe los límites de la dignidad y el autocuidado y basa la fuerza del filme más en el desempeño de sus actores que en cualquier aspecto formal del mismo. Emmanuelle Bercot posee un peculiar carisma sexual que no radica en belleza física más que en una desoladora fragilidad, que es sin duda lo que hace que nuestro monstruoso Yoyo (quizá uno de los mejores papeles de Vincent Cassel) la absorba con magnetismo animal.

Amor mío no es lo suficientemente aguda para instaurarse en el canon de relaciones destructivas que otros cineastas han legado al mundo (Bergman Escenas de un matrimonio, 1973; Rossellini Viaje a Italia, 1954) pero sus protagonistas cautivan igual que repelen y fascinan igual que se aborrecen. Una relación tan ambivalente y lábil como las que vivimos, o intentamos vivir, día a día. Desprovistos de pasión, solo nos queda el soso amor.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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