‘Restos de viento’ y el dolor de la pérdida

Las primeras escenas de Restos de viento (2017), el segundo largometraje de ficción de Jimena Montemayor (En la sangre), nos sumerge pronto en su atmósfera, en el estupor en que viven sus protagonistas: la madre Carmen, junto a sus hijos Ana (unos años más grande que su hermano) y Daniel (el pequeño de la casa). La matriarca del clan parece distanciada de la realidad, sus hijos también, pronto descubriremos que acaban de experimentar una pérdida familiar y se encuentran en diversas etapas de su proceso de duelo.

El vacío del familiar enfermo es también uno de los personajes de la cinta, quizás, el más relevante porque su falta es el conector entre el resto de quienes aparecen en pantalla. Tres seres humanos que enfrentan sus sentimientos/pensamientos de maneras muy diferentes. La pérdida nos hermana como seres humanos, sin embargo todos la experimentamos de manera diferente.

Esta tercia nos permite identificarnos y fluir entre las atmósferas creadas por Montemayor y su equipo, crear empatía con las personas a cuadro. Carmen (la argentina Dolores Fonzi), por ejemplo, intenta evitarle a sus hijos el golpe emocional, mientras ella se consume por la depresión entre las sábanas de su cama. Hay una lucha interna por mantener el equilibrio entre su salud como mujer y la necesidad de sus hijos por mantener vivo el contacto con su madre.

Ana, por su parte, se ve obligada a madurar con rapidez, empujada por las desatenciones de su madre y su propia percepción de la situación (“¿Con esas pastillas te vas a curar?”, le reclama a su madre después de verla noqueada sobre el colchón). Está en el límite entre la adolescencia y la niñez, etapa que comparte con su hermano, Daniel, quien ve a un espíritu como parte de su proceso (“Un espíritu que no puede descansar”).

El “ente” avanza junto a Daniel mientras éste afronta su nueva realidad, primero como un monstruo en apariencia salido de un pantano y después como un guía espiritual (de apariencia similar a los nativos norteamericanos). Para él, su hermana y madre, crecer es aprender a temer otras cosas, dejar de temer a la oscuridad para enfrentar aquello que la vida imponga.

Por ello, las escenas clave dentro del largometraje son aquellas donde los 3 se cruzan. El ritual apache para liberar al “espíritu que no puede descansar” o la kermés de la escuela, por ejemplo. Esta es una familia desintegrada por una ausencia, a la búsqueda de una nueva realidad, por dolorosa que esta sea.

La vida sigue aun cuando “la enfermedad de los fantasmas” parezca limitarnos.

Por Rafael Paz (@pazespa)
Publicado originalmente en Forbes México Digital.

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