Maya Deren: la surrealista pasión

Menospreciado por muchos; indigestamente alabado por otros, no se puede dejar de señalar al cine Avant Garde como una corriente poseedora de unos antecedentes y rasgos definitorios propios que le emparentan a un nivel de complejidad e interés con aquellas cintas de narrativa lineal o “convencional”, sin perder de vista el hecho de que si bien ambas corrientes han fluido desde los inicios de la cinematografía por rumbos distintos, lo han hecho de un modo intrínsecamente paralelo, nutriéndose una de la otra a base de sus propuestas formales y estéticas, suministrando a las actuales generaciones de cineastas de herramientas expresivas, clave para el desarrollo de su discurso en particular.

Uno de los pilares indiscutibles del cine Avant Garde es la cineasta de origen ucraniano Maya Deren. Nacida en la ciudad de Kiev el 29 de abril de 1917, durante los primeros (pero ya bastante turbulentos) días de la revolución rusa, su nombre de pila fue Eleanora Derenkowsky. Su nombre se debe a la gran admiración que causaba en su progenitora la actriz italiana Eleanora Dusse; no obstante, no tardó mucho tiempo su familia en verse obligada a emprender la “graciosa” huida de su país natal, gracias al creciente antisemitismo incentivado en la región, por cortesía de un tal Simón Pletiura (un caudillo fracasado de ideología abiertamente ultranacionalista), lo que motivó a los Derenowsky a establecerse en Syracuse, New York, en 1922, y de paso, por eso de ahorrarse las jetas y los comentarios racistas de sus tradicionalmente “cálidos y tolerantes” nuevos vecinos, la familia tomó la determinación de recortar el apellido familiar a “Deren”.

En 1928, ya nacionalizada estadounidense, la joven se inscribió en la Syracuse University, convirtiéndose pronto en un miembro destacado de la YPSL (Young People’s Socialist League), un grupo de jóvenes exiliados, afines al pensamiento del también exiliado líder opositor izquierdista Leon Trotsky, agrupación que se dedicaba a promover desde sus modestas trincheras todo tipo de actividades antifascistas al interior del campus universitario. Durante este tiempo conoció a su primer marido, Gregory Bardacke, con quien la idealista joven se casó a la tierna edad de 18 años.

Tras su graduación en 1935, Deren sintió el llamado de las letras y decidió mudarse a la Gran Manzana en compañía de su flamante esposo con el fin de estudiar una maestría en literatura inglesa. Si bien ya establecida en NY continuó alternando durante algún tiempo su nuevo pasatiempo con sus ocupaciones activistas, no tardó mucho en percatarse del lastre que ya comenzaba a representar su pareja (de inestable carácter, y que no ocultaba su gusto por los antidepresivos), lo que motivó a Deren a dejar de lado sus labores chairas e iniciar los trámites del divorcio –el cual no se concretaría sino hasta 1939. Nuestra heroína aprovechó este tiempo para avocarse de lleno a terminar sus estudios para, posteriormente, entrar a trabajar como secretaria personal de la renombrada bailarina/coreógrafa y antropóloga afroamericana Katherine Dunham, de quien Deren tomó el gusto por todo lo referente a la cultura afrocaribeña.

Si bien su experiencia dentro de la compañía dancística de la Dunham representó un periodo de descubrimiento y gran aprendizaje para Deren –cuya fascinación por la cultura africana marcaría una huella indeleble dentro de su propia visión artística–, también es cierto que sus experiencias al lado de la singular troupe de artistas itinerantes le permitió atestiguar en primera persona el grave entorno de segregación racial imperante en la Norteamerica de aquel entonces. En Los Angeles, durante una gira de la Dunham Dance Company, conoció a quien sería su segundo marido, Alexander Hammid, un carismático fotógrafo y camarógrafo checo, quién, amén del mutuo hormonazo, introdujo a la Deren al mundo de las imágenes en movimiento.

El primer contacto de Maya Deren en forma con el mundo del cine se dio a principios de los 40, cuando, con el apoyo de Hammid, realizó su primer film y la que es considerada su obra maestra, Meshes of the Afternoon, a la que siguieron otras obras de hipnótica y surrealista belleza como At Land (1944), Ritual in Transfigured Time (1944), Meditation on Violence (1946), The Very Eye of the Night (1958), entre otras, en las que el tiempo, la eternidad, la vida y la muerte se funden en una sola unidad, lo que conlleva a que el relativista universo propuesto por Deren en sus cintas se trueque en un apasionado y vital manifiesto.

En 1947, financiada por el museo Guggenheim, Maya Deren emprendió un viaje a Haití. La experiencia representó para ella el reencuentro con la añorada cultura africana, donde desarrolló un inusitado interés por la milenaria práctica del vudú, filmando numerosos rituales en los que en no pocas ocasiones llegó incluso a participar (de manera por demás entusiasta) en el papel de sacerdotisa, dividiendo su tiempo entre éstos y la escritura de ensayos, poemas, conferencias y presentaciones de sus películas. Desafortunadamente, este ajetreado estilo de vida no dejó de pasar factura, por lo que la tarde del 13 de octubre de 1961 los ojos de Maya Deren se cerraron por última vez. Aunque la causa oficial fue hemorragia cerebral debida a una extrema desnutrición, no faltaron las voces sensacionalistas especulando sobre su muerte (jalada creencia compartida por el también cineasta experimental Stan Brakhage) como un castigo venido de parte de alguna deidad africana. Por iniciativa del músico japonés Teiji Ito, su tercer esposo, las cenizas de Maya Deren fueron esparcidas en el monte Fuji, en Japón, quizás el lugar de descanso perfecto para una fuerza de la naturaleza como Maya Deren, cuya vida fue como la ventana abierta de un ático por la cual convergieron la danza, el vudú, la música, la poesía, la escritura…y claro, el cine Avant Garde.

Por Venimos, los jodimos y nos fuimos (@venimosjodimos)

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