Agnès Varda: el carnaval de la femme

Dos camionetas, adornadas con pintas de flores y corazones, avanzan por un camino de terracería en la campiña francesa. A bordo viajan Las Orquídeas, un grupo de mujeres artistas que en cada pueblo realizan un performance con música y entregan mensajes de libertad. La cineasta Agnès Varda podría encabezar esa caravana, escena de su filme Una canta y la otra no (1977), acompañada de sus cuentos-largometrajes, que discurren en la fuerza descriptiva de sus personajes.

La directora nació en Bélgica en 1928, pero ha pasado la mayor parte de su vida en Francia, donde estudió en la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes y trabajó como fotógrafa en el Teatro Nacional Popular. Aunque sus filmes se centran en París o la provincia francesa, la mayor parte de su filmografía no se recarga en el etnocentrismo; por el contrario, se centra en las transiciones de sus personajes.

Su cine es discursivo, pero con una estructura narrativa parecida a la del cuento, sencilla y aun así profunda, en la que se desarrolla una historia de un personaje, algún conflicto y la forma de resolverlo; sin embargo, como en la corta continuidad del tiempo en sus películas, la circunstancia es sólo una excusa para desenmarañar la esencia de quien la protagoniza.

Su coqueteo con la Nueva Ola Francesa no define por completo la importancia de su cine, compuesto de personajes que no se encuentran marcados por su circunstancia e historias con la suficiente fuerza narrativa que las que uno podría encontrar en los cuentos de Raymond Carver o John Cheever, por ejemplo.

Varda creció como cineasta y fotógrafa, de la misma forma que lo hacen sus personajes, explorando las fronteras de las definiciones sociales, como lo hace François cuando decide pedir a su esposa que conozca a su amante en La felicidad; como Suzanne y Pomme, la rebelde eterna y la feliz madre, en Una canta y la otra no, o como la cantante Cleo, disfrutando de la vida en el marco de la fatalidad.

La cineasta es una mujer que persiguió en caravana, con su multifacética fascinación por el arte, la introspección, lo pintoresco, estético y reflexivo de la femme, el amor y la libertad, dibujando las siluetas que protagonizan las historias de hombres y mujeres comunes, convertidos en un sentido terrenal en heroínas y héroes de sus propias vidas.

Sin embargo, Varda fue cronista, con sus filmes, de momentos trascendentes para la historia en los años 60, como la apertura sexual de la mujer, el aborto y el uso de la pastilla anticonceptiva; el activismo político de los jóvenes durante el mayo francés, y la exploración del arte callejero.

Para 1985, luego de vivir en Los Angeles durante el tiempo en que su esposo Jacques Demy filmó Model Shop, la cineasta cambió las historias discursivas de personajes libres por la exploración del ser y sus conflictos que el filósofo Sartre definió como “el estar de más”.

Con Sin techo ni ley, Agnès Varda muestra el poder que tiene sobre la introspección, al presentar a una mujer vagabunda que gasta su tiempo con parsimonia entre desconocidos, cobijada por lugares en abandono y animales, fumando hachís y conviviendo con excéntricos que buscan alguna ventaja de su condición. Poco a poco, la historia se convierte en un retrato sobre el vacío existencial y el encuentro con la soledad.

Su faceta documental sobreexpone por medio de una narrativa gráfica el sentido informativo de temas como la fotografía y su impacto en la concepción humana del arte en Daguerrotipos, o la compasión en un pueblo azotado por la brutalidad de una guerra en Lejos de Vietnam, en el que comparte créditos con Resnais, Godard, Marker y Klein.

Agnès Varda conduce la caravana de historias con cuidado estético y narrativa discursiva a través de introspecciones, a través de la complejidad de las relaciones humanos y el sentido mismo del ser, pero en la fina tesitura de la confrontación al costumbrismo.

Por Alejandra Arteaga (@AdeleSnails)

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