La pornografía de la destrucción

Abordar el cine de Michael Bay es difícil; encontrar un equilibrio sobre el mismo más, aunque con cada película con su firma se pueden decir dos cosas: es un cine que apela a los sentidos más primarios del espectador –sobre todo estadounidense–, buscando emociones y reacciones antes que ideas; además está lleno de honestidad. Bay nunca intenta pasar por aquello que no es. Son dos características significativas cuando se habla de la trilogía dedicada a los Transformers (2007, 2009, 2011), próxima a convertirse en tetralogía con Transformers: La era de la extinción (Transformers: Age of Extinction, 2014).

Ver/rever cualquiera de las tres películas –imagino, la cuarta produce un sentimiento similar– deja un sentimiento parecido a contemplar una gigantesca pompa de jabón. Es sorprendente gracias a su tamaño y esos efectos producidos por el aire al entrar en contacto con su superficie, aunque carece de relleno y es fácil de notarlo a simple vista. Además, al momento de terminar su corto tiempo de vida pueden olvidarse por completo sin grandes repercusiones. No hace muchas horas de haberlas visto y sus tramas, personajes y particularidades comienzan a fundirse o difuminarse en la memoria.

Entre Bay y su público hay una relación interesante. Cada una de las partes de Transformers están llenas de racismo, violencia, sexismo, discursos patrioteros –todos los diálogos de Optimus Prime, por ejemplo– y vulgaridades a diestra y siniestra. Todo envuelto en cierta simpleza que algunos han querido comparar al cine porno, de nuevo, por lo sencillo de su trama. La única diferencia sería que mientras unos perfeccionan la fricción cuerpo a cuerpo, Bay se esmera por recrear la destrucción del mundo con lujo de detalle.

¿Por qué estas cintas no son un fracaso? Una trama repetitiva y personajes unidimensionales han sepultado otras franquicias; otras con más empaque y ambición han fracasado, ¿por qué Transformers no cae? El cariño por los juguetes, al igual que cierta nostalgia infantil, muy probablemente hayan propulsado el éxito de la primera entrega –la más lograda de la tercia–, ¿después? ¿Se puede culpar a Bay de seguir haciendo estos insulsos catálogos de efectos especiales cuando la gente no deja de llenar salas?

Una de mis secuencias favoritas de la poco valorada Idiocracy (2006) involucra la visita del personaje principal a un cine del futuro, donde la cinta más taquillera de los últimos años es un close-up de un par de nalgas soltando un gas tras otro para beneplácito de la audiencia. Es un chiste fácil, directo, sencillo, sin ninguna complicación para las lentas mentes de ese distópico futuro; ahí la explicación de su popularidad. Transformers no llega a ese nivel, pero sí representa un reto muy similar: la saga robótica probablemente sea popular gracias a su efímera propuesta. Pueden verla y seguir con sus vidas, estar haciendo cualquier otra actividad y aun así no perder ningún detalle de la historia cuando la pasan por televisión.

Quizá sea posible decir que Michael Bay es un autor. Después de todo, siempre parece hacer la misma película y tratar con los mismos temas, pero, como ya lo dijo el Yucatán A Go-Go, “no propone nada ni sirve para nada, no, no busca nada, nada, nada, nada, no te deja nada, no, no aporta nada…” Y cómo quejarse sin ver su trabajo. Es inevitable.

En algún lugar del mundo, Michael Bay no está leyendo este texto mientras ve su harem de modelos de lencería y avienta unos cuantos miles de dólares al aire.

Por Rafael Paz (@pazespa)

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