«Estamos envejeciendo. El tiempo es despiadado», una mirada a ‘Last Train Home’

Imaginen cualquier estación del Metro en el Distrito Federal en hora pico, digamos Hidalgo a las 6 de la tarde, o Indios Verdes a las 7 de la mañana. Ahora multiplíquenlo por diez, no, por 100. Esa masa humana que imaginan intentando subirse a un tren satura, abarca en su totalidad, la primera secuencia de Last Train Home (Gui tu lie che, 2009), ópera prima del documentalista afincado en Canadá de raíces chinas Lixin Fan. Esa imagen captura la idea detrás de la película: la globalización nos transforma en seres sin rostro, fichas reemplazables en el escalón más bajo de la pirámide laboral.

La historia de Last Train Home tiene como protagonista a la mano de obra de China. Hombres y mujeres que trabajan todo el año, que viajan a sus lugares de origen sólo una vez a lo largo de todo el calendario para celebrar el Año Nuevo. Como lo explica el documental, es la migración humana más grande del mundo. Millones de seres humanos condenados a repetir el mismo ciclo año tras año. En lo particular, la cinta sigue a los Zhang, una pequeña familia cuyos padres se vieron obligados a dejar a sus hijos encargados con la abuela mientras intentaban hacer algo de dinero en la ciudad para mantenerlos a todos.

Las viñetas capturadas por Lixin Fan muestran una de las caras más devastadoras del modelo económico predominante en el mundo, ese donde las ganancias reinan por sobre las personas. Si alguien se ha preguntado cómo funciona, aquí podrá encontrar respuestas. Cada uno de los trabajadores chinos se debe someter a jornadas laborales mortales, condiciones de vivienda infames y privaciones enormes con la esperanza de ahorrar el suficiente dinero para sacar a su familia adelante, aunque lo más probable sea —y lo saben— que sus descendientes sigan sus pasos generación tras generación. Están condenados.

De esta manera, los temas de la película se acercan a los de trabajos más recientes como Un toque de pecado (Tian zhu ding, 2013), de Zhangke Jia, o The Iron Ministry (2014), firmado por J.P. Sniadecki. Este retrato de China es una provocación, después de todo las autoridades del país asiático se han encargado de promover sus avances económicos y financieros como un paso adelante para sus ciudadanos; la creación de empleos gracias al outsourcing es un triunfo. Sin embargo, el trabajo de esos cineastas nos lleva a preguntarnos si la manera de lograr ese avance valió la pena. La imagen tan brillosa podría no ser más que un espejismo.

Buscando hacer un contrapunto entre la pesadumbre citadina, Fan nos lleva a la provincia, donde ancianos y niños esperan a aquellos que partieron. Las postales recuerdan a ese pueblo fantasma japonés retratado por Pedro González-Rubio en Inori (2012); la melancolía puede sentirse en el aire. Los Zhang llevan 16 años trabajando en la metrópoli y los efectos de su marcha son palpables en la adolescente del clan, Qin. «No tuve opción. Así es la vida», exclama la madre resignada frente a la cámara. La joven está ansiosa de partir, como sus padres, incluso está entusiasta; la escuela le interesa poco, hacer dinero es lo único en su cabeza. ¿Cómo culparla? La familia se partió forzada por la necesidad. Sin figuras adultas a las cuales seguir, el resultado no podría ser otro. Qin se muere por madurar, como muchos de su edad; valerse por sí misma y dejar de acatar órdenes de dos personas con las que comparte sangre y poco más.

En su primera experiencia laboral, la muchachita viaja con los ojos llenos de brillo. Como un niño que conoce por primera vez el zoológico, todo es nuevo, emocionante. Es la ingenuidad encarnada, pero nada se compara a la sensación de sentirse adulto aun cuando esté alejada de la realidad. «Esta soy la verdadera yo», grita Qin cuando sus padres tratan de controlarla en casa. «Nunca hicieron nada por nosotros», escupe con rabia. Ese es el conflicto que más le interesa a Lixin Fan: esta espiral social es un engaño que funciona con la promesa de alcanzar, algún día, algo mejor, similar a lo que viven los habitantes del último vagón en Snowpiercer (2013). La esperanza existe, sí, sin embargo su destino difícilmente cambiará. La colectividad sólo se disfruta al cien por ciento cuando no se es un engranaje de la maquinaria; lo demás son ilusiones.

Uno de esos accidentes que hacen del documental un género tan vital y valioso sucede al inicio del último tercio de la película. La cámara de Fan recorre una de esas bestias mecánicas que transportan a los trabajadores durante sus días de descanso, la lente se detiene en un hombre, nada parece diferenciarlo del resto, y sin embargo sus palabras resuenan después de la aparición de los créditos: «China no tiene sus propias marcas. Sólo somos unos grandes manufactureros. Los países de occidente nos hacen las órdenes y nosotros hacemos los productos…».

Aquí está la llave para entender el futuro de China —y el nuestro—. No hay que esperarlo, nos alcanzó.

Por Rafael Paz (@pazespa)
Texto publicado originalmente en docsdf.org

Last Train Home se presenta el próximo jueves 9 de abril a las 20:00hrs en el Instituto Goethe México como parte del ciclo 10 años mirando al mundo. Historias de una revolución permanente, la entrada es gratuita. El programa festeja los diez años de vida del Festival de Cine Documental de la Ciudad de México. Pueden revisar la programación completa, aquí.

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