‘Timbuktú’: La tolerancia del odio

Cuando se habla sobre situaciones que tocan el temario de lo vigente, siempre existe una inevitable tendencia a hablar, o presentar, desde el lado con el que se siente una mayor empatía. La pasión se convierte en la herramienta discursiva más socorrida en un contexto que privilegia el ataque sobre el debate y que ensalza o sepulta en función de cómo responda a las nociones de universalidad homogeneizada, usualmente dictadas por los valores occidentales.

El celebrado cineasta mauritano Abderrahmane Sissako presenta en su más reciente filme Timbuktú (Timbuktu, 2014), ovacionado en Cannes y galardonado por los premios César en Francia, la historia de un pastor y su familia que habitan las colinas de Timbuktú que ven invadida su pacífica existencia por la entrada de yihadistas a sus tierras, los cuales imponen con violencia sus dogmáticas creencias, impidiendo muchos de los placeres ofrecidos por la cultura occidental, entre ellos los cigarros, la música y el futbol.

El cineasta mauritano borda de esta manera un filme que se apoya más en las falsas certezas del maniqueísmo que en exponer el problema de la fe y la religión en toda su complejidad, muy a pesar de que los actos cometidos por extremistas religiosos en distintas partes del mundo actualmente resultan, por decir lo menos, indefensibles, porque se basan en el mismo principio que el filme de Sissako: el odio, la rabia y el desprecio sobre la conciliación. La opresión vivida por los moradores de la película de Sissako es innegable y su respuesta es, en su mayoría, inteligente y sensible, como en esa jubilosa y subversiva escenificación de un juego de futbol pero su retrato de los yihadistas recae en la mera villanía de bigote torcido, el anonimato malévolo y en la radicalización de los discursos: quien grite más fuerte es quien gana la discusión.

Además de este desafortunado planteamiento argumental, el filme denota un límpido academicismo y una cosmética de exportación que contrastan agudamente con otros trabajos superiores de Sissako, como el encarecidamente bello juicio al Fondo Monetario Internacional en Bamako (2006) –que evade con mejor suerte el problema del maniqueísmo– o su contundente y poética declaración antibélica en su primer cortometraje Le Jeu (1991) –que se vuelca sobre un enemigo que realmente no tiene rostro: la guerra. No es de extrañar, entonces, que este filme haya sido el escaparate de Sissako al reconocimiento internacional al punto de obtener una candidatura a los Premios de la Academia. La celebración triunfal del heroísmo occidental.

Ningún tipo de fundamentalismo es benéfico, es cierto, pero hace falta más que cambiar la dirección del fuego para ser un verdadero pacifista. La ironía es válida para denunciar y evidenciar, pero no para celebrar el odio de la mayoría.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)

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