El hombre y el monstruo: Una semblanza sobre el creador de ‘Godzilla’

El monstruo

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La década de los años 50 supuso un punto de inflexión en la historia del cine japonés. Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, la derrota a cuestas y la ocupación estadounidense  repercutieron de forma directa en la industria cinematográfica nipona, lo que se vio reflejado en el fomento (obligatorio) de los “valores” democráticos occidentales, cuyo objetivo se proponía erradicar a cualquier precio todo rastro de una ideología feudal o xenófoba considerada (con cierta razón, hay que decirlo) responsable de los desmadres acontecidos durante la pugna recién concluida, lo que se tradujo en la prohibición/destrucción de centenares de films considerados contrarios a los nuevos valores y sospechosos de pretender asomar el menor indicio de una convicción absolutista en su contenido.

No obstante, el cine japonés, cuya apoteósica revelación para el mundo occidental vino de la mano del descomunal triunfo de Rashomon en el festival de Venecia de 1951, discurría por otros derroteros. Paulatinamente recuperada tras la guerra, la industria cinematográfica del país del sol naciente vio crecer vertiginosamente su producción, pasando de los 69 films que se rodaban en promedio a mediados de los años 40 a poco más de 300 en 1954, lo que también se vio reflejado en un aumento considerable de sus salas de cine y en el número de espectadores, los cuales llegaron a superar los mil millones por año, atraídos cada vez más por una notable diversificación de géneros, en los que proliferaron adaptaciones de obras literarias muy populares, melodramas contemporáneos y, muy particularmente, las películas de un nuevo género llamado Kaiju-Eiga, las cuales, de manera repentina, comenzaron a rendir excelentes dividendos en las taquillas.

Es posible que aquellos hipotéticos espectadores no familiarizados con el cine japonés se pregunten “Bueno, ¿Y qué chingados es el Kaiju-Eiga?” Esencialmente, este término se refiere a las películas de monstruos gigantescos producidas en Japón. Kaiju significa monstruo, pero desde un punto de vista místico y/o sobrenatural… y tangible, al mismo tiempo. Este subgénero nació como respuesta a las películas de ciencia ficción estadounidenses, cuyo eje principal solía girar en torno a los temores y la psicosis colectiva ante el temor de una probable hecatombe nuclear, canalizadas a través de historias que versan sobre el ataque de una gigantesca criatura (producto de algún fallido experimento científico, por lo general), o la devastación causada por una eventual invasión extraterrestre; sin embargo, a diferencia de los gringos, los japoneses han percibido desde siempre la fantasía como algo real y cotidiano. En Japón, nadie se atreve en poner en duda la existencia de seres de tamaño descomunal rondando por las montañas, y temas como la aparición de algún espíritu benéfico o maligno son pláticas comunes de sobremesa entre compañeros de la escuela y de la oficina, por lo que las historias de terror autóctono suelen conseguir resultados mucho más efectivos en el ánimo de la población, que las foráneas, al percibir en ellas un trasfondo real en un país donde, además, las consecuencias y mutaciones derivadas por la energía nuclear, bueno… hoy todavía, siguen resultando un tema no muy ajeno que digamos para los japoneses.

El 3 de noviembre de 1954 tuvo su estreno en Japón la cinta Gojira (rebautizada en el mundo occidental como Godzilla), del joven y ya satisfactoriamente exitoso realizador Ishirō Honda. Sin embargo, es seguro que ni el productor Tomoyuki Tanaka ni Hônda lograron atisbar siquiera el alcance y la fortuna histórica que su creación iba a conseguir durante los muchos años venideros.

La anécdota gira en torno a una suerte de dinosaurio, el cual ha permanecido sumergido desde tiempos inmemoriales en el fondo de los océanos, y el caos que se desata cuando la detonación experimental de una bomba de hidrógeno en el Pacifico provoca una horrenda mutación en el cuerpo del animal, quien, transformado en una imparable y gigantesca máquina de matar, despierta de su letargo y emerge de las profundidades, sembrando el terror a su paso por las aldeas cercanas. La existencia del monstruo causa revuelo en los círculos militares y científicos, ya que los primeros consideran (con sobrada razón) al descomunal ser como una potencial amenaza para la sociedad, cuya existencia y su destrucción deben ser manejadas en el mayor de los secretos; no obstante, para los segundos se trata de una delicada cuestión de ética, principalmente para el paleontólogo Kyohei Yamane (Takashi Shimura), quien sostiene que el imponente animal no debe ser eliminado, sino estudiado, una opinión no del todo compartida por su joven hija, Emiko (Momoko Kôchi), y Hideto Ogawa (Akira Takarada), el prometido de aquella. El asunto se sale de control cuando tras un fallido intento militar por matarle, el indestructible bicho aparece repentinamente en la bahía de Tokyo y ataca la gran ciudad, cobrando miles de víctimas ante la impotencia de las autoridades y la frustración de Yamane, quien a su pesar, reconoce la (improbable) necesidad de acabar con el colosal adversario. El único que parece poseer la clave para eliminar a Godzilla es un atormentado científico llamado Daisuke Serizawa-hakase (Akihiko Hirata), quien profesa una secreta pasión por Emiko, y cuyo secreto, si bien puede terminar con la amenaza, también puede significar el fin de la humanidad.

Por supuesto, las catastróficas referencias implícitas en la trama no pasaron desapercibidas para el grueso de las audiencias de aquel país. Aquellas memorables (aunque hoy encantadoramente risibles) escenas en las que se aprecia a un Godzilla de hule derruyendo innumerables edificios de cartón y calcinando a decenas de personas con su flamígero aliento, seguramente no dejaron de causar conmoción en el público japonés debido a las propias remembranzas de su doloroso pasado reciente, lo que le confiere a la cinta un valor que trasciende el simple hecho de ver Gojira no tanto como un mero equivalente nipón de King Kong, y sí como una reflexión sobre los peligros de la carrera armamentista y las consecuencias de la devastación causada en las ciudades de Hiroshima y Nagasaki. De hecho, las alusiones con respecto a algún trágico suceso verídico se dan cita desde la escena inicial, cuando, perdida entre la inmensidad del Pacífico, la aterrada tripulación de un pequeño carguero es cegada por la aparición de una misteriosa luz (a la sazón, el primer ataque de Godzilla), la cual hace hervir las aguas del océano, provocando el estallido en llamas de la embarcación y la muerte de todos a bordo; en este caso, la indirecta bastante directa se refiere a un suceso ocurrido un par de meses antes del inicio del rodaje de la cinta, cuando los tripulantes de un barco pesquero japonés se vieron expuestos a la radiación liberada durante la prueba real de una bomba de hidrógeno llevada a cabo por los estadounidenses en las cercanías de las islas Marshall el 1 de marzo de 1954, un trágico suceso que desató momentáneamente el encono entre ambas naciones por reabrir heridas, obvio, nunca cerradas del todo.

Tomando el funesto incidente como punto de partida, el productor Tomoyuki Tanaka les planteó a los ejecutivos de los estudios Toho la idea de llevar a cabo una película en la que se mostrase la destrucción provocada por un ser monstruoso, en cierta medida, producto de la era atómica. La premisa no resultaba precisamente original; sin embargo, Iwao Mori, el poderoso jefe de producción de la Toho, se dio cuenta del gran potencial económico que encerraba la idea de Tanaka, pues en todo caso, esta se trataría de la primera cinta de semejantes características rodada en Japón y, ciertamente, una apuesta bastante arriesgada, ya que de realizarse, la cinta se vería obligada a competir en sus propios terrenos con otros dos films de elevado presupuesto también producidos por la Toho, nada menos que Los siete samuráis de Akira Kurosawa, y Miyamoto Musashi, de Iroshi Inagaki; pero Mori era un hombre a quien le gustaba asumir riesgos, y decidió acceder a la disparatada propuesta; esto, a pesar de que nadie tenía aún una idea clara de qué aspecto iba a presentar la criatura, ni tampoco de cómo se iba a lograr darle vida en la pantalla. Lo que sí quedó claro desde un principio fue el nombre del joven realizador propuesto por Mori para hacer la película. Pero, ¿Quién era Ishiro Hônda?

El Hombre

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Nacido el 7 de mayo de 1911, la infancia de Ishiro Hônda transcurrió imbuida dentro del riguroso y ordenado estilo de vida propio de una familia con una larga tradición agrícola/sacerdotal en Ohtusuna, en la prefectura de Yamagata, en Japón. Para el año de 1921, su padre fue nombrado sacerdote en jefe del templo Iouji en Takaido, Tokio, por lo que éste decidió mudarse con su familia a la gran ciudad, donde Ishiro concluyó su primaria. Algunos años después, los Honda se mudaron nuevamente; esta vez a la prefectura de Kanagawa, donde el chaval cursó sus estudios de secundaria, desarrollando entre exámenes, libros y demás, un particular gusto por las historias de ciencia ficción.

Como suele suceder con muchos de los realizadores de cine, fue su primer contacto con éste el que quizá definió su vocación de manera precoz, en este caso, en el transcurso de un paseo escolar, durante el cual tuvo la oportunidad de entrar por vez primera a una sala de cine en la que se proyectaba, con la acostumbrada narración de un Benshi, La última carcajada (F.W. Murnau, 1926), una experiencia que, por supuesto, dejó en el asombrado Ishiro una huella imperecedera.

En 1931, ya cumplidos sus 20 años, el inquieto muchacho se inscribió en la recién establecida Universidad de Arte de Nihon (específicamente, en la sección de cine), donde formó parte de la primera generación de estudiantes. Poco tiempo después, por invitación de Iwao Mori –quien en ese entonces, además de desempeñarse como maestro en la dichosa universidad, también ocupaba un puesto ejecutivo en los recientemente inaugurados estudios cinematográficos Toho–. Honda decidió integrarse a un grupo de jóvenes escolapios en un proyecto creado con el fin de entrenar y desarrollar nuevos talentos, entre los que se encontraban otros incipientes cineastas como Senkichi Taniguchi y Fumio Kamei, siendo de sus primeros pininos en la industria el trabajar como asistente de dirección del realizador Sotoji Kimura en la cinta Tadano Bonji Jinsei Benkyo (1933).

Los años siguientes representaron tiempos de un invaluable aprendizaje para el voraz aspirante a director, quien a la par de presenciar el paulatino desarrollo de la industria japonesa, tuvo la oportunidad de aprender los gajes del oficio de la mano de otras personalidades como Sadao Yamanaka, Mikio Naruse – a quien asistió en Otome Gokoro Sannin Shimai (Tres hermanas con corazón de doncella, 1935) y en Nadaré (Avalancha, 1937) – y de Kajiro Yamamoto, a quien también asistió, entre otras películas, en Uma (Caballos, 1941), siendo durante su rodaje donde compartió créditos como director de segunda unidad con otro entusiasta mozalbete llamado Akira Kurosawa (con quien desde 1937 hasta entonces, sólo había tratado por encimita), naciendo a partir de allí una perdurable amistad entre los dos futuros realizadores.

Fue por esos días que, a causa de la manía totalizadora por parte del nefasto emperador Hiroito, Honda, como miles de jóvenes de su generación, se vio obligado a dividir su tiempo durante el transcurso de los ocho años siguientes entre sus actividades cotidianas y a responder al “llamado de la patria” durante la invasión de Japón a China, ora viajando a aquel país para servir como soldado de infantería en las trincheras , ora regresando a Tokyo para retomar sus compromisos con la industria fílmica. Para su desgracia, a principios de 1945, durante su última incursión militar en Manchuria, Hônda y su escuadrón fueron emboscados y tomados como prisioneros de guerra durante casi un año. No es difícil suponer el trago amargo y la impotencia que debió significar para Honda y el resto de sus compañeros el tener que enterarse tras las rejas de la medida “radical” (pasada de verga, diría yo) que tuvieron a bien los gringos y las fuerzas aliadas para darle su “estate quieto” al revoltoso Emperador japonés, con la detonación de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki.

Por fortuna, tras regresar a su país después del final de la guerra, chambas no le faltaron a Hônda, quien siguió trabajando como asistente en diversos proyectos -entre ellos, El Perro Rabioso (1949) de su charolastra el Kurosawa – en un buen número de casas productoras, concretó su matrimonio con la “script girl” Kimi Hônda (quien desempeñaría este cargo en muchas de sus cintas), dándose tiempo para iniciarse como director filmando un par de cortos documentales a finales de ese año y principios de 1950. Sin embargo, la gran oportunidad para incorporarse a la industria por la puerta grande vino en 1951, cuando los estudios Toho le encargaron el rodaje de La perla azul (Aoi Shinju, 1951), una cinta ambientada entre mujeres buceadoras, la cual, además de sus inusuales protagonistas, tiene la particularidad de ser la primera cinta japonesa en contar con numerosas escenas filmadas bajo el agua, una proeza técnica que fue seguramente lo que le valió al film tanto el buen recibimiento que tuvo por parte del público y de la crítica, así como la confianza por parte de los productores, quienes durante los tres años siguientes no tuvieron reparos en encomendarle al habilidoso artesano la febril realización de otras cinco películas, en su mayoría cintas de corte melodramático y de una (discreta) exaltación patriótica –por eso de no meterse en pedos de censura con el intransigente S.C.A.P. (Supreme Commander for the Allied Powers)– filmadas en locaciones “exóticas” recreadas en estudio y con la guerra como telón de fondo.

El hombre y el monstruo

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La consagración definitiva para Hônda llegaría en 1954, cuando, como se mencionó líneas antes, Iwao Mori, ahora el mandamás de la Toho, le propuso a su estimado pupilo encargarse del rodaje de un ambicioso híbrido de terror y ciencia ficción sobre una criatura prehistórica que debido a una mutación provocada por la energía atómica, se convierte en un monstruo gigantesco y destructor. El rodaje de Godzilla representó un interesante reto para Hônda en el aspecto técnico, pues la única condición de Mori fue que la filmación debería llevarse a cabo lo más vertiginosamente posible –específicamente, en un plazo no mayor de cuatro meses–, lo que, de entrada, hacía prohibitivo el uso de la deshuevantemente laboriosa técnica de la animación stop motion (de probadísima eficacia y tan común en este tipo de producciones, pero que debido a los requerimientos del guión, hubiese tomado años en ejecutarse) para darle vida a la fantástica criatura; la otra cuestión quedaba todavía en saber qué tipo de reacción produciría en las audiencias una cosa cuyo leitmotiv girase en el trasfondo en torno a la devastación nuclear padecida por el pueblo japonés apenas nueve años atrás, algo en lo que el público de ese país procuraba ni siquiera tomarse la molestia de pensar –el rotundo fracaso al año siguiente de Vida de temor (Ikimono no kiroku, Akira Kurosawa, 1955) daría buena cuenta de ello–, por lo que el éxito o el fracaso de Godzilla representaba una auténtica moneda en el aire.

Para sacar adelante el proyecto lo más rápidamente posible, Hônda se decidió por utilizar a un actor enfundado en un pesado e incómodo traje de hule espuma, resina de bambú y cables, diseñado por el encargado de los efectos especiales Eiji Tsuburaya, siendo escogido como el “afortunado” portador del incómodo mameluco el actor de riesgo Haruo Nakajima. Por supuesto, los resultados fueron risiblemente menos efectivos y “realistas” que si se hubieran empleado las técnicas del stop motion, pero al mismo tiempo, innovadores, ya que el provisional método le confirió al disfraz cierta fluidez expresiva, con lo que zanjados los problemas técnicos, el rodaje pudo concluirse sin mayores problemas dentro de los tiempos establecidos hasta la postproducción y la fecha fijada para el estreno de la cinta.

Diría muchos años después el propio Hônda sobre su concepción personal de Godzilla: “Gojira no es tanto una metáfora sobre la bomba, sino una manifestación física de ella. La mayoría de las imágenes plasmadas en el film provienen de mis propias experiencias en la guerra. Después de la guerra, todo Japón, incluyendo Tokyo, fueron reducidos a cenizas. La bomba atómica emergió y destruyó completamente Hiroshima. Si Godzilla hubiera sido un dinosaurio o cualquier otro animal, él hubiera muerto de un solo cañonazo. Pero siendo un equivalente físico de la bomba atómica, nosotros no sabríamos qué hacer. De esta manera, tomé las características de la bomba y las apliqué en el propio Godzilla. No estoy seguro de si el éxito de las películas de Godzilla sean algo positivo o no. Sin embargo, aunque no lo crean, quienes llevamos a cabo este proyecto, simplemente esperábamos (ingenuamente, ahora me queda claro) que el fin de Godzilla coincidiese también con el fin de las pruebas nucleares…”.

El hombre después del monstruo

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El resto es historia. Contrario a las dudas y los malos pronósticos, Gojira gozó de un glamoroso estreno en los cines del Japón el 3 de noviembre de 1954. El público, lejos de sentirse incómodo por las continuas referencias sobre el desastre nuclear que permeaban la práctica totalidad del film, respondió de manera por demás entusiasta a las destructivas peripecias de la singular criatura, y el notable éxito del film allanó el camino no sólo para la por demás numerosa cantidad de secuelas en las que apareció su monstruoso protagonista principal, sino también para el arribo de infinidad de nuevos monstruos y criaturas similares (muchos también de la inspiración del propio Hônda), lo que, de pasada, marcó el nacimiento de un nuevo género dentro de la industria del cine japonés –el Kaiju-Eiga–, deviniendo la colosal criatura en todo un ícono de la cultura popular no sólo en Japón, sino también en occidente, cuando (oh, grave paradoja) las noticias de la celebridad de la creación de Hônda y Tanaka llegaron a los oídos de los avispados productores gringos de cintas de bajo presupuesto Harold Ross y Richard Key, quienes le propusieron la idea de comprar los derechos del film para su distribución en suelo estadounidense a Joseph L. Levine (a la par, cabeza mayor de la Embassy Pictures) mediante una reedición (o “americanización”, como gusten llamarle) de la cinta, en la que se cortaron y añadieron nuevas secuencias, mediante las cuales, con una razonablemente hábil edición, el uso de dobles de cuerpo y la contratación de actores orientales angloparlantes (a manera de hilos conductores del relato) y un trabajo de doblaje total al inglés de la película, se “logró” crear una (ilusoria) interacción con el elenco original para dar entrada al personaje de un periodista estadounidense (interpretado por Raymond Burr), el cual es enviado a Japón con la encomienda de cubrir todo lo referente a las apariciones de Godzilla, pero que al final del día termina imponiéndose como el protagonista absoluto de la versión gringa, ya que no sólo se procuró suavizar al máximo el énfasis primario sobre los peligros nucleares, sino que se trastocó el montaje original (de la edición de Hônda sólo se conservaron unos 60 minutos) de una manera tal, que los personajes principales de la versión japonesa quedaron reducidos al nivel de meros comparsas, imponiendo un modelo en el que las adulteraciones de “inspiración” hollywoodense continuaran a sus anchas sin conocer límite alguno, tal como se puede apreciar cuando, en 1962, Hônda rueda ya en color y en formato panorámico de 2.35 : 1 King Kong contra Godzilla (Kingu Kongu Tai Gojira), en la cual, el empate del famoso monstruo japonés con el también icónico gorila gigante se troca impúdicamente, en la versión internacional, en un triunfo indiscutible de King Kong.

En Japón, mientras tanto, otros innumerables Kaiju seguían surgiendo gracias a la sombra protectora de la Toho, algunos de manera independiente, y otros compartiendo carteles con el ya veterano Godzilla, quien a la par de sus bastardizaciones Hollywoodenses, siguió cosechando aplausos y jugosos dividendos para su entusiasta casa productora, aunque no se puede evitar señalar que, dentro del estimable universo creado a partir de la cinta original de Hônda, el personaje de Gojira fue perdiendo paulatinamente su nocivamente atractivo encanto primigenio, intercambiando papeles de una cinta a otra en las que, dependiendo de la situación, moría en una para revivir en la siguiente; seguía siendo el personaje antagónico, o se transformaba en el héroe chicho de la película gacha, ya fuera combatiendo a otros extravagantes bichejos como Mosura en Godzilla contra los monstruos (Gojira tai Mosura, 1964), vapuleando a peligrosos contrincantes metálicos en Godzilla contra MecaGodzilla (Gojira tai Mekagojira, 1975), compartiendo créditos con el ya mencionado King Kong, o incluso dándose el lujo de procrear una familia en El hijo de Godzilla (Kaijûtô no kessen: Gojira no musuko, 1967), por lo que éste fue convirtiéndose, de a poco, en un burdamente rechoncho ídolo infantil, bastante autoparódico de a ratos, muy lejos de la amenazante sombra proyectada en la película de 1954.

Aunque ocasionalmente Hônda trata de zafarse de la etiqueta de realizador de filmes utópicos –cómo lo demuestra la comedia romántica de 1967 Ven y cásate conmigo (Oyome ni oide)–, lo cierto es que nuestro hombre fue uno de los más prolíficos exponentes dentro del género que nos ocupa, y del cine fantástico nipón en general, quien nos legó un total de 58 títulos, muchos de ellos plenos de desbordante imaginería visual y temática como Dogora, el gran monstruo del espacio (Uchû daikaijû Dogora, 1964), aquella tragedia de tintes shakesperianos entre dos monstruosos hermanos enfrentados entre sí por sus opiniones encontradas sobre el género humano en La batalla de los simios gigantes (Furankenshutain no kaijû: Sanda tai Gaira, 1966), la “terrorífica” Matango (1963), en la que se nos presenta a un grupo de náufragos quienes se topan con un misterioso hongo, el cual enloquece primero a quien lo ingiere, para terminar transformándolo en un idéntico vegetal, o la delirante El hombre líquido y las mujeres hermosas (Bijo to Ekitainingen, 1955), la cual narra las divertidas incursiones de una extraña masa gelatinosa en el mundo de los Yakuza, además de hacer gala de un título sin desperdicio alguno.

Hônda nunca se mostró molesto con su tipo de cine (de hecho, siempre consideró a Godzilla su película preferida), pero también es cierto que, de alguna manera, siempre se sintió insatisfecho por no haber logrado traspasar en su discurso las barreras de un tipo de cine comercial y/o escapista, hacia una expresión considerada más “artística”, por ello, no es de extrañar que, durante la última etapa de su carrera, ésta haya coincidido con la de su gran amigo Akira Kurosawa, a quien se dedicó a asistir en las películas que encumbraron al maestro japonés entre las nuevas generaciones de cinéfilos de finales del siglo pasado; obras claves como las demoledoras Kagemusha (1980) y Ran (1985); la fantasía ecológica Los sueños (Kumme Yume O Mita, 1990) –en la que, por cierto, Hônda se encargó de rodar en su práctica totalidad El túnel, uno de los sueños más logrados del film-; ese otro conmovedor alegato anti-nuclear llamado Rapsodia en agosto (Hachi-gatsu no kyôshikyoku, 1991), y la desechable Madadayo (1993).

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La magia se terminó la tarde del 28 de febrero de 1993, cuando en su casa de verano en Tokyo, Japón, Ishiro Hônda falleció de una falla respiratoria. No obstante, su permanencia en el ánimo colectivo de las audiencias y su influencia se manifiestan (con mayor o menor fortuna) esporádicamente en las realizaciones de nuevas generaciones de cineastas japoneses como Mamoru Oshii, Noboru Iguchi, Yoshihiro Nishimura, y en otros directores occidentales de la talla de Steven Spielberg, Peter Jackson, Roland Emmerich, Guillermo del Toro, J.J. Abrams y Gareth Evans, quien actualmente se encuentra rodando un nuevo reboot de Godzilla. Salve, Ishiro Hônda-sensei.

Por Venimos, los jodimos y nos fuimos (@venimosjodimos)

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