‘El ejército de las sombras’: Los hombres huecos

Those who have crossed
With direct eyes, to death’s other Kingdom
Remember us—if at all—not as lost
Violent souls, but only
As the hollow men
T.S. Eliot

La nostalgia de los justos, o más bien de quienes creen serlo, radica en la exaltación del pasado glorioso. La iustum bellum, la guerra justa, es bálsamo para las almas torturadas que, convencidas de la bondad en la que se apoyaron sus atrocidades, prefieren llamarse héroes y no asesinos.

En El ejército de las sombras (L’armée des ombres, 1969) el director Jean-Pierre Melville revierte esta tendencia casi fantástica, hasta el punto de la flagelación para dar una visión antibélica y antirromántica de la lucha en la que él mismo participó para liberar a Francia durante la Segunda Guerra Mundial.

Convencido de que la Francia ocupada estaba más desunida de lo que se nos ha presentado, Melville ilustra a la Resistencia como un grupo abundante en desconfianza, traición y muerte, lo cual, para este auteur del cine de gángsters representa más una mafia que un grupo de liberadores. Incluso los abrigos de los personajes, la clandestinidad en sus voces y sus encuentros nos sugieren más bien una organización delincuencial.

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La elección del criminal favorito del cine francés en los 60, Lino Ventura, para interpretar al protagonista, Philippe Gerbier, o de la femme fatale Simone Signoret, para el papel de Mathilde, nos dice mucho de la perspectiva con la que Melville aborda a la Resistencia Francesa. Lo que se construye a lo largo de esta cinta no es un grupo de héroes, sino de desalmados.

Esta autodestrucción es evidente en la escena en que ejecutan a uno de los suyos por traicionar a Philippe. Los miembros de la Resistencia, aunque desacostumbrados a torturar y a asesinar gente, acaban utilizando los métodos del enemigo para destruirlo, así hayan operado juntos. Sin embargo no están faltos de humanidad; sus lágrimas confirman un alma, pero el largo y demoledor proceso hacia la libertad la marchita.

Son, en efecto, un ejército de sombras, pues su labor clandestina les impide relatar sus acciones a familiares o amigos, o expresar sus sentimientos cuando pierden a un camarada; aunque están acompañados entre sí, se encuentran solos, y aun más si llegan a ser capturados. Aunque Mathilde intenta rescatar a Félix Lepercq (Paul Crauchet) cuando cae en manos alemanas, el intento es infructuoso y termina en la muerte de dos hombres.

En la guerra, entonces, nadie está por encima de la causa; las vidas individuales son bacterias en el inmenso organismo que se intenta salvar. Pero los humanos no son bacterias, piensa Melville, por lo cual filma las ejecuciones con lamentación, con lentitud, con tensión, con oscuridad; la violencia no es un instrumento heroico, sino deshumanizante.

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Aunque contiene en diversas escenas la emoción necesaria en una cinta bélica, el tono de El ejército de las sombras se equilibra cuando vemos descorazonadoras imágenes de crueldad entre los hermanos en armas. Contrarios a los héroes de Spielberg –incluso los de la brutal Munich–, los personajes de Melville no tienen lealtad más que al éxito de su misión, pero ello viene con un precio.

Hanna Arendt escribió que “Si las metas no son alcanzadas rápidamente, el resultado no será meramente la derrota, sino la introducción de la práctica de la violencia en todo el cuerpo político”. Y eso es precisamente lo que aprendemos al final de la cinta, cuando sabemos que todos los personajes morirán contaminados por una violencia que carcome a la organización de la misma manera que el virus nazi devora a Francia.

Lo más doloroso para el espectador es saber que ninguno de los personajes pudo gozar un día sin ver ametralladoras en las calles; el Absurdo de Albert Camus se presenta en estos hombres y mujeres que sacrifican su felicidad y sus vidas por una paz que no verán.

El ejército de las sombras presenta así una discusión sobre la necesidad y justedad de la violencia para obtener la libertad de la mayoría, pero sobre todo nos habla de una verdad fundamental acerca del sacrificio de los soldados: las pistolas no las disparan los héroes, sino los hombres huecos.

Por Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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