Dos visiones sobre ‘La jaula de oro’

Viajando por el infierno

Juan y Sara, dos adolescentes guatemaltecos, junto con Chauk, un indígena tzotzil, dejan atrás sus respectivos hogares para embarcarse en un viaje por territorio mexicano en búsqueda de una vida mejor en Estados Unidos. Los tres menores perderán poco a poco la escasa inocencia y esperanza que les queda y deberán valerse solamente de la amistad conforme se enfrenten a las adversidades de un viaje que es más largo, duro y peligroso de lo que pensaron.

El hecho de que en los últimos años el cine haya explotado el tema de la migración de latinoamericanos hacia Estados Unidos con diversas películas como La misma Luna (2007), Sin nombre (2009), A Better Life (2011), La vida precoz y breve de Sabina Rivas (2012), por mencionar algunas, y que en el pasado mes se hayan estrenado en nuestro país ¿Quién es Dayani Cristal? y César Chávez, podría ocasionar que al conocer la trama de La jaula de oro uno piense “mmm otra película de migrantes”. Y sí, efectivamente, es una película más de migrantes, pero la ópera prima de Diego Quemada-Diez definitivamente supera por mucho a sus predecesoras.

Con más de 40 premios internacionales en su haber, más los que seguramente se le irán sumando, La jaula de oro es uno de esos chispazos de genialidad que ocasionalmente aparecen el cine nacional y que nos hacen recuperar la esperanza dentro de los trabajos cinematográficos tan regulares a los que estamos acostumbrados. Dentro de la calidad tan baja de los estrenos mexicanos en lo que va del año ésta es, junto con tal vez dos o tres que logran salvarse, una de esas cintas que saca la casta por cine nacional.

La película es muy cruda y realista, según su director todas las situaciones que presenta son situaciones verídicas que le han sucedido a los migrantes. Las historias que vemos son las de siempre, la situación de pobreza que lleva a los migrantes a tomar la decisión de dejar sus países, las malas condiciones en las que viajan, la soledad, el hambre, encuentros con el narcotráfico, abusos de las autoridades corruptas etc.; pero dentro de toda esa crudeza el director logra imprimirle a cada escena belleza y alegría, esas ganas de vivir y de salir adelante, esa admiración y agradecimiento que se tiene por el hecho de estar vivos. Sentimientos que se ven opacados por la pesadilla que se vive en busca del sueño americano.

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A pesar de tener un reparto conformado por menores de edad en ningún momento se utiliza el tramposo y mediocre recurso de llegarnos al sentimiento por el simple y sencillo hecho de que estamos viendo “niños”, como lo hacen muchas otras películas. Al contrario, son estos chavillos los que cargan con todo el peso de la cinta y que a pesar de ser su primera participación en cine hacen un trabajo actoral digno de cualquier actor con trayectoria; sobre todo el guatemalteco Brandon López, quien con una simple mirada transmite ese enojo, esa pérdida de la inocencia, esa creciente frustración de ver al sueño americano desmoronarse.

La jaula de oro es una película que retrata una realidad. Una realidad que sucede no solamente en nuestro país, sucede en todo el mundo; los marroquíes que intentan cruzar el Estrecho de Gibraltar para llegar a España, los cubanos que en balsas quieren llegar a Miami, los iraníes que hacen viajes maratónicos para llegar a Canadá, etc. Finalmente todos salen de sus países de origen a la aventura, a arriesgar su integridad, incluso su vida, para ayudar a sus familias, para ir en búsqueda de una vida mejor, en busca de un sueño del cual no tienen una certeza de que lo van a encontrar.

Una de esas películas que invita a la reflexión, que no llega a criticar pero que sí da esa punzada de recordarnos un serio problema que sucede en nuestro país y que a nadie parece importar, una llamada de atención a que alguien haga algo. Una de esas películas que quisiéramos ver más seguido dentro del cine mexicano. Definitivamente una película obligada.

Por Luis Arredondo

La compasión y la denuncia

En el mayor desastre social de nuestro tiempo, la cotidianidad se enmarca entre escenas de pobreza y abuso, pero sobrevive. La honestidad de Diego Quemada-Díez fascina cuando nos ofrece no a tres migrantes, sino a tres niños en plena maduración; sin embargo decepciona cuando, habiéndonos ofrecido una bildungsroman, se orienta no hacia una denuncia, sino al apocalipsis. Su voz cambia de una narración sutil y humana a una de cifras y desesperanza cuando los protagonistas padecen todas las catástrofes posibles de la travesía hacia Estados Unidos.

Con una estructura similar a la de Los salarios del miedo (Le salaire de la peure, 1953), de Henri-Georges Clouzot, Quemada-Díez nos presenta a sus protagonistas: Juan (Brandon López), Sara (Karen Martínez) y Chauk (Rodolfo Domínguez), para después mancillarlos. Los tres son individuos complejos, ajenos a los estereotipos del migrante. Ninguno es ni sobradamente bueno ni desorbitadamente víctima. Brandon, incluso, es racista contra Chauk, un tzotzil. Los dos muchachos pelean por la andrógina Sara, que esconde su feminidad bajo la presión de un vendaje en su pecho y una gorra. Rodeados por el peligro y el acecho, los personajes de Quemada Díez viven dentro del secreto de la elipsis. En vez de correr, caminan; en vez de temer, se enamoran.

Sutilmente, Quemada-Díez explora algunos aspectos de la vida del migrante desde Guatemala hasta la frontera con México, donde nos muestra cierto abuso policial y un muelle en el Río Suchiate, que lejos de la portentosa imaginería de Ernest Hemingway en En el muelle de Esmirna, muestra un cruce pacífico hacia los dos países donde los jóvenes perderán más que su inocencia: su esperanza. Quemada-Díez no anuncia la desgracia por venir en México y Estados Unidos. Los instantes poéticos y el contexto suponen una caída, pero el método de Quemada-Díez peca de un didacticismo inesperado cuando junta varias historias reales que escuchó durante la preparación del filme.

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Entre el ataque de los narcotraficantes y el secuestro perpetrado por criminales de poca monta en el Norte de México, la migración ilegal se convierte no en un viaje sinuoso y arriesgado, sino en una muerte segura. Quemada-Díez se desvía más que a la denuncia, a la advertencia, y mata toda esperanza. En Estados Unidos el desierto es un tirano de arena donde los Minutemen abundan, y las ciudades cumplen sólo una visión del sueño: la nieve, símbolo de la expectativa y el deseo, del sueño de lo desconocido. Pero en las ciudades no ha compasión. Tras el viaje, el único empleo está al borde de la indignidad.

No es el fracaso de la migración lo que desentona en la cinta, sino la intensidad anecdótica. Quemada-Díez hace dos películas que no derivan una de otra. La primera parte, la del triángulo amoroso, no es alimento de la segunda mitad; es prólogo que el director utiliza para hacer de la destrucción un espasmo en el espectador. Su intención es entendible, pero es narrativamente mañosa. Sin destruir sus logros, pero aminorando la estatura de la cinta, Quemada-Díez entrega una buena obra a pesar del desequilibrio del tono, que muestra la sensibilidad de un humanista, aunque triunfa el temperamento del reportero.

Por Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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