Aunque es vista primordialmente como una alegoría política, la obra maestra de Carlos Saura Cría cuervos… (1975) es más una historia de fantasmas y una exploración del añoro. Por supuesto es una breve historia del franquismo, pero sobre todo es el relato de una hija sin madre, desorientada, enojada, ávida de muerte, en búsqueda de un nuevo mañana.
No es coincidencia que después de un montaje de fotografías de Ana (Ana Torrent) y su difunta madre, María (Geraldine Chaplin), la acción comience en la noche. La oscuridad, sí, apunta a los días sin sol de la España franquista, pero también a los de la pequeña protagonista, quien describe su niñez, desde la edad adulta, como la etapa más triste de su vida.
Al carecer de una anécdota central, la narración se basa en las múltiples interacciones formativas de Ana, como una escenificación con sus hermanas del choque matrimonial entre sus padres; el descubrimiento de la sexualidad femenina con las historias de la mucama, Rosa (Florinda Chico); los encontronazos con su estricta tía, Paulina (Mónica Randall), y los ratos en que escucha la canción Porque te vas, de Jeanette, que relaciona con la muerte de su madre.
Los recuerdos de Ana conviven entre sí como espectros –en una toma vemos a la niña con su ego adulto o con su madre muerta– en un hermoso mecanismo narrativo que enfatiza el poder de la memoria y su efecto en la posteridad. Infancia, sostiene la cinta, es destino.
Y vaya niñez la de la protagonista, quien experimenta una dolorosa sensación de abandono y encierro después de ver en el lecho de muerte a su adorada madre, y también a su despreciado padre, Anselmo (Héctor Alterio), un militar franquista. Ni la compañía de sus hermanas puede sacarla de su angustia; su transición a través del luto es sólo suya.
La muerte de María es un duro golpe para la pequeña, pues para ella es su contacto con un mundo de sensualidad maternal lleno de mordidas, caricias y besos, contrario a la rígida educación de su padre y, posteriormente, de su tía.
La perturbadora imagen de su madre musitando que “todo es mentira” sobre la muerte, que “no hay nada”, convierte a la inexistencia en una obsesión para Ana, quien intenta envenenar con lo que resulta ser inofensivo bicarbonato de sodio a varios miembros de la familia. La niña es motivada a matar por la compasión hacia su decrépita abuela, y por la venganza en los casos de su padre y su tía, quienes pecan contra su madre: uno la hace sufrir y la otra intenta reemplazarla. Para Ana la muerte es la ausencia y la paz que ésta conlleva para ella o para otros.
Mientras sus padres viven, la existencia es conflicto para Ana, pero tras sus muertes y sus respectivos lutos la pequeña embajadora de una nueva España sale del encierro en su casona madrileña para convertirse en dos de sus más grandes anhelos: la hija de su madre –por esta razón Chaplin interpreta también a la Ana adulta– y una mujer.
La feminidad es otro tema central, dado que Saura la asocia con la virtud ante la presencia masculina, siempre relacionada a la dictadura de Francisco Franco. A la cinta la pueblan cuatro generaciones de mujeres seducidas, enamoradas y afectadas por el régimen (la abuela, la mucama, la madre y la tía, y las niñas), quienes viven juntas una transición hacia el futuro sin uniformes falangistas.
Como alegoría, Cría cuervos… es impecable, pues en atención al título el cuervo Ana saca los ojos de la generación franquista que la procreó; ella logra asimilar lo que su familia y su patria han sido, pero lo balancea para convertirse en un individuo nuevo tanto en el plano personal como en el generacional, y gracias a esta dicotomía Saura logró también un magnífico bildungsroman, revelador para todas las audiencias.
Por Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)
