Los efectos del proceso de colonización han sido prolongados a lo largo de mucho tiempo y, con la llegada del capitalismo, sus efectos no han hecho más que agudizarse, incluso bajo la pretensa misiva de “globalización” y planes de desarrollo para los países más desafortunados y pobres, que hoy en día ofrecen paraísos artificiales para los dueños del capital, en los que no sólo se coloniza el sexo, sino el afecto.
La dupla conyugal del cineasta mexicano Israel Cárdenas y la realizadora dominicana Laura Amelia Guzmán, que ya han presentado con éxito en el panorama festivalero filmes de manufactura y temática notables como Jean Gentil (2010), parece beber de la tradición del cine africano contemporáneo de Mamaht S. Houron (El hombre que llora, 2009) o la devastadora nostalgia de Carmita (2013). Ahora nos traen Dólares de arena (2014), en la que la joven dominicana Noelí (Yanet Mójica) busca obtener beneficios económicos de la soledad de varios turistas europeos ancianos, particularmente de una bien avenida mujer francesa, Anne (frágil Geraldine Chaplin), que se enamora profundamente de la joven, quien a su vez es chuleada y amada por otro joven (Ricardo Ariel Toribio).
Con un paralelo temático al de Paraíso: amor (Paradiese: Liebe, 2012), del cineasta austriaco Ulrich Seidl, donde el sexo y el contacto eran parte de una negociación determinada por el poder capital, en Dólares de arena la dolorosa sordidez de Seidl es transformada en una aguda sensibilidad humanista que no adquiere un tono complaciente con sus personajes, sino que presenta las ambigüedades de su triada central como personas tan despreciables como empáticas. Más allá de regodearse en los costos del cuerpo, el filme de Cárdenas y Guzmán se centra en los costos del afecto y la confusa hipocresía que existe detrás del proceso. Cada vez que Noelí pide dinero a Anne, el gesto de esta última, que encuentra en el expresivo rostro de Chaplin un brusco vaivén de angustia y melancolía, revela la crudeza de la transacción y derrumba las nociones de afecto. La pertenencia y el afecto rinden lo que una cuenta bancaria puede pagar.
En el capitalismo afectivo que se plantea aquí, tienen cabida también las cadenas de explotación, la dependencia, la soledad y un importante motor: el sentido de pertenencia. Esa desesperante ansia es la que mueve el relato, armado con base en transiciones construidas con escenas en las que los personajes van en motos de un lugar a otro, cambiando sus posiciones y sus miradas, disipándose neciamente cada cantidad invertida. El afecto se convierte, hoy en día, en la propiedad más cotizada.
Por JJ Negrete (@jjnegretec)