Catorce, la permanencia de los dolores y los amores

La infancia es soledad. No sé bien a qué edad se puede confiar en los recuerdos –si es que en algún momento se puede confiar en ellos–, pero al menos yo creo recordar haber experimentado algo muy parecido a la soledad y a la confusión en esos tiempos. Es una etapa donde toca explorar, encontrar otros rostros, ensayar vínculos torpemente, comenzar a exponernos a un torrente de rechazos y magnetismos que nunca acabará. Está plagada de primeras veces abrumadoras. Y entonces, si tenemos un poquito de suerte, encontramos una manita que agarrar, la primera persona-hogar con quien todo se vuelve mucho más llevadero.

Catorce (Fourteen, Dan Sallitt, 2019) es la historia de amor entre Jo y Mara, dos amigas jóvenes que llevan gran parte de su vida estando muy cerca la una de la otra, que claramente han encontrado ese hogar duradero en aquel vínculo que permanece. La trama sigue una línea muy sencilla: Jo (Norma Kuhling), notablemente menos madura y disciplinada que Mara (Tallie Medel), recurre a ella una y otra vez en búsqueda de ayuda, compañía y reafirmación. Sus problemas poco a poco se van intensificando, volviendo su relación cada vez más complicada. Mientras hace todo por cuidarla, a veces a regañadientes pero siempre genuinamente preocupada, Mara se enfrenta con problemas y anhelos naturales para alguien de su edad, intentando paso a paso ponerle orden a su propia vida.

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Entendemos su vínculo sin que tenga que ser enunciado mientras alcanzamos a asomarnos tímidamente a un espacio donde no cabe nadie más que ellas. Entre conversaciones, movimientos, gestos y ratos de silencio, queda claro que estas mujeres comparten un universo que es sólo de ellas dos y no podemos sino inferir aquello que va más allá del instante y del cuadro que se nos presenta. Más que una trama concreta, Catorce es un retrato del dolor, la desesperación, la incertidumbre, el amor y la ternura mientras se entrelazan y se yuxtaponen en un continuum del cual alcanzamos a tener sólo un vistazo.

El cine, por definición, es un ejercicio de recorte y armado deliberado a partir de algo mayor e inabarcable. Dan Sallitt, en este ejercicio, decide despojarse de todo aquello que considera innecesario para ofrecernos una narración cuya fuerza radica en la simpleza, en el relato de aquellos dolores que, al presentársenos cercanos y cotidianos, calan más profundo que cualquier representación explosiva y espectacular. Permanece, a modo de eco, la imagen de una mujer que, tras estallar en un llanto desolador tiene que buscar su bolsa, alimentar a su hija, disculparse avergonzada por haber hecho una escena, emprender el camino a casa, seguir con la vida.

La ficción recurre con frecuencia a emociones codificadas al grado de destacar instantes claros y decisivos, episodios concretos inequívocamente identificables. Sabemos cómo interpretar las señales que indican el amor, la decepción, la tristeza y el duelo. Sabemos en qué momento se siente correcto iniciar y terminar una historia. Entramos voluntariamente a la convención y estamos acostumbrados a reaccionar acorde a ella. Catorce se rebela llegando antes y permaneciendo, obligándonos así a confrontarnos con una avasalladora realidad: así como hubo una vida antes de aquel -cualquier- momento decisivo, seguirá habiendo una vida tras él. A pesar de la tranquilidad que podamos conseguir al intentar ordenar la vida en momentos, no hay un solo episodio, un solo encuentro, un solo vínculo que se puedan escindir.

Por Ana Laura Pérez (@ay_ana_laura)

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