‘Anna Karenina’: El perdón está dentro

La mayoría nos hemos enterado de que Anna Karenina está muerta aunque ignoramos por qué. La idea general concibe a Anna como una adúltera que al no ver escape a su situación, se suicida; la Escuela del Resentimiento presenta evidencias de que la presión social no la mató, la asesinó. El director Clarence Brown y el productor David O. Selznick saben, sin embargo, que la mató su incapacidad para aceptar sus errores.

El tema de la ética, que resentida por nuestros excesos nos regresa los golpes, es explorado desde la primera escena de Anna Karenina (1935), cuando una parranda entre militares termina en una justiciera resaca. El orden se restaura cuando los hombres son castigados por intoxicar a su cuerpo con los manjares y bebidas que nos ilustra un hermoso dolly out.

Tras la fiesta el conde Vronsky (Frederic March) va a la estación de trenes a recibir a su madre; mientras la busca emerge la bellísima Anna Karenina (Greta Garbo), su futura amante, cuya aparente perfección es acentuada por su dramática entrada, rodeada de vapor, y por el inmenso amor hacia su hijo, a quien odia dejar en casa. Después de una breve introducción los personajes acuerdan verse de nuevo en un baile y mientras se alejan atestiguan la muerte de un trabajador bajo las ruedas del tren, un “presagio malvado” según Anna.

La imagen se convertirá en un paralelo, pero no tan irónico como el del perdón de Stiva (Reginald Owen), el hermano adúltero de Anna: al principio ella lo apoya para que su esposa lo perdone, pero al final Stiva sermonea a su hermana sobre moralidad. En esta sociedad de hombres el error de Anna ante su inaceptable amor con Vronsky es buscar el perdón fuera de sí.

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Después del baile comienza el romance entre Anna y Vronsky, mientras regresan de Moscú a San Petersburgo. Una tormenta de nieve y la negrura de la noche enmarcan el primer encuentro a solas entre los amantes; la culpa de Anna se vierte en el frío y la oscuridad, lacerantes como el chismerío de la aristocracia que condenará su pasión.

Cuando Anna regresa a casa presenciamos el intenso cariño entre ella y su hijo, unidos por una sensualidad maternal que contrasta con el frío aunque amable trato del conde Karenin (Basil Rathbone), el padre y esposo de la familia, cuya dedicación a sus labores políticas explica la necesidad de contacto de su mujer. Para Anna su hijo es la única ancla que le impide elevarse al cielo con Vronsky, pero no lo lamenta por un tiempo.

Conforme la relación de Anna y Vronsky avanza y las lenguas de la alta sociedad se menean entre los murmullos, Anna empieza a enfrentarse a las consecuencias de su descontrol. El castigo viene en forma de encrucijada: preferir a su hijo Sergei o a su amante. Ella titubea pero el deseo le venda los sentidos. El conflicto entre Anna la mujer y Anna la madre se revela como el detonador de la tragedia; en Venecia, la madre no soporta estar lejos de su hijo y con la misma pasión que desata Vronsky, Anna irrumpe en su mansión para ver a su hijo una última vez.

La soledad empieza a ofuscar a Anna, quien recibe un golpe final del joven y orgulloso Vronsky: la guerra serbo-turca lo llama, insiste él, pero regresará en un mes. “Quieres dejarme”, le contesta ella ante la convicción de que todos le han abandonado. Incapaz de perdonarse por sus errores y rechazada por su hermano, Anna se arroja a las vías del tren. El portento del principio se cumple.

La destrucción de Anna Karenina no es un llamado a la tolerancia ni al entendimiento; sus propósitos no son ni conservadores ni progresistas porque la llamada de atención no es para quienes la condenaron; es para ella, que ejecutó la sentencia. Los virtuosos deben o ser absolutos o saber adaptarse a las consecuencias de sus faltas. Anna no fue estoica ni se arriesgó a ser egoísta; su pecado fue contra su contexto, sí, pero sobre todo contra su voluntad. Ni villana ni heroína, Anna Karenina murió porque no se pudo perdonar.

Por Alonso Díaz de la Vega (@diazdelavega1)

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