Uno de los juegos favoritos de mi niñez era imaginar qué hacían las demás personas, esas que no conocía y pasan por la ventana o los maestros de la escuela que seguro cambiaban cuando terminaba su turno. Todos tenían una historia que contar, seguro, pero la versión imaginaria era suficiente. Nunca había necesidad de conocerlos, supongo que aquellos con audífonos en el metro o la oficina piensan lo mismo: ¿convivir, yo?
Tener una relación es difícil y estar al borde de su final (y estar muy consciente de ello) es horrible. Resulta inevitable preguntarse qué salió mal o sentir nostalgia por los buenos momentos. Sin embargo, esos últimos minutos antes de cortar el cordón pueden resultar una agonía. Ése es el tema que aborda Sebastián Hiriart en su trabajo más reciente: Carroña (2016)
La película pone en primer plano a dos amantes (con mucho bagaje) llegando a una paradisíaca playa del suroeste mexicano. Un manglar alejado de la civilización donde pasar unos cuantos días de diversión. Inmediatamente queda claro que las cosas no marchan bien entre ambos, las pantallas de los celulares son consultadas en todo momento y un simple cigarrillo es suficiente para iniciar una guerra de gestos pasivo-agresivos.
La vida en pareja es el pretexto perfecto para que Hiriart construya una pieza de horror (casi) doméstico. Si convivir bajo el mismo techo termina así, sólo un loco se atrevería a intentarlo. El paisaje se convierte así en un lienzo sobre el que las emociones se proyectan, desde ese manglar interminable donde la pareja se pierde hasta el huracán que amenaza con borrar a la comunidad entera. Por eso no resulta extraño que las referencias cinematográficas recorran todo el espectro de Secretos de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap, 1973) a Mar abierto (Open Water, 2016).
Hay llamas que ni una bomba nuclear podría volver a encender, si la flama pide a gritos apagarse, lo mejor es complacerla. Después de todo siempre tendremos París… ¿verdad? (Mentira).
William, el nuevo maestro del judo (2016) propone algo muy diferente cuando se trata de entender al otro: jugar con su historia. Los directores del proyecto, David Silva y Omar Guzmán (trabajaron juntos en Navajazo, del primero), señalan que todo empezó porque conocieron a un hombre, el del título, pero su relato de vida no resultó tan fascinante como esperaban. Entonces hicieron lo más lógico: crear una película retomando lo que se habían imaginado.
Es una premisa que da espacio a infinitas posibilidades. William, el nuevo maestro del judo invita a que cada quien haga como le plazca con los pedazos disponibles en pantalla. Justo como proponía la sordidez de Navajazo. Y hay mucho de dónde elegir: un actor que planea una orgía gay para su cumpleaños, prostitutos, un cantante venido a menos, un diablo que recorre los bares de Tijuana, una narración que medita sobre el fin del mundo (y su comienzo), entre muchas otras cosas más.
El ejercicio puede resultar frustrante, interesante, aburrido y llamativo. Todo en espacio de unos minutos, justo como, sospecho, querían sus autores que fuera. Alguien entre el público aseguró que justo así es Tijuana… y le creo.
Otro (viejo) aficionado a la provocación es el austriaco Ulrich Seidl. Su nuevo documental, Safari, es una exploración más de las dinámicas coloniales entre África y Europa (uno de sus temas favoritos), esta ocasión concentrado en las familias europeas que gastan grandes cantidades de dinero intentando cazar a los animales de la sabana africana. Todo de manera legal, por cierto.
Aunque Seidl se cuida de no aparecer a cuadro y nunca robarle el protagonismo a sus objetos de estudio, su cámara logra convertirnos en uno más de los grupos de caza. Acechando desde atrás cada uno de sus movimientos. Testigo silente de sus actos, Seidl deja espacio para que los espectadores saquen sus propias conclusiones, aunque conociendo su obra es posible hacerse una idea sobre sus intenciones.
Además, crea un interesante ejercicio formal, donde los cazadores se convierten en presas para el director. Como ellos acechan a los animales, así hace la cámara del austriaco con ellos. Paciente cuando se trata de escucharlos hablar y fulminante como una bala cuando se trata de capturar sus reacciones ante las actividades de cacería. Todos listos para colgar un nuevo trofeo en la pared. Nunca volverán a ver con los mismos ojos los anuncios de la jirafa Luis Miguel.
Seidl está usando el viejo recurso de “te hablo del tema a, pero en realidad quiero hablar del tema b”. La cacería existe porque ante una comunidad diezmada y sin oportunidades como la africana poco más se puede hacer. Los europeos a cuadro se disculpan argumentando que hacen un bien a la naturaleza (deshaciéndose del excedente de animales) y a la sociedad (porque gastan mucho dinero que va a parar a manos africanas). Lo irónico del asunto es que el dueño del rancho es un nihilista europeo que siente feo porque no puede cazar todos los animales que sus entrañas desean. Se le acabarían los clientes.
Los últimos años han sido complicados para Oliver Stone, homenajeado de la actual edición del Festival Internacional de Cine de los Cabos. Su cine se ha visto opacado por el internet, siempre más oportuno y vasto cuando se trata de teoría de conspiración, y por un discurso difuso. ¿Dónde está parado Stone?
La historia de Edward Snowden luce, en apariencia, perfecta para el director norteamericano. Un hombre común decide revelarle al mundo que el gobierno más poderoso del mundo, los Estados Unidos, vigila de manera permanente a todos los ciudadanos de este pedazo de asteroide. Ni las teorías de conspiración podrían haberlo descrito mejor. Snowden es, después de todo, un ciudadano que se enlistó en una guerra porque creyó en su gobierno y quería proteger a su patria, sólo para descubrir que siempre le han mentido. Es otro ladrillo en el camino de la lucha por la supremacía mundial.
Stone se encuentra en su terreno y lo demuestra. La película peca por momentos de convencional (y discursiva) pero logra convertir a un hombre distante y conocido sólo por los noticiarios en un ser humano con fallas y matices. ¿Está sobredramatizado? Seguro. ¿El documental de Laura Poitras sobre el tema es mejor? También. Sin embargo, el cineasta logra algo que le había evadido desde hace una década: hacer un trabajo medianamente interesante. Ya es algo.
Por Rafael Paz (@pazespa)