Sobre El Peluquero Romántico

Sobre México, existe un velo inmenso, un manto de misticismo que dota de nostalgia a las actitudes y quehaceres de todos sus habitantes quienes, a su vez, mantienen a flote tradiciones tan intrigantes como el oficio del peluquero, cuyos cuidados, en su más pura expresión, son cada vez más difíciles de encontrar.

El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) registró, en 2016, a 316 mil personas bajo el concepto de peluquero/estilista en el territorio nacional, afirmando que 85 de cada 100 individuos que practican estos oficios son mujeres. Así, la sorpresa es aún mayor al descubrir El peluquero romántico (2016), de Iván Ávila Dueñas, quién presenta a Víctor (Antonio Salinas), un peluquero de la Ciudad de México que carga el luto de la reciente muerte de su madre. Con un bigote pulcro, corte de cabello modesto y una personalidad apacible, Víctor es presa de la soledad.

Es agradable observar que el protagonista “entra” a la cinefilia de cada espectador por la puerta principal, para contar las cosas como es debido, desde su casa, atestada de muebles antiguos y tapices añejos.

Los amigos y parientes le acosan a través del teléfono, buscando quedar conformes con un “bien, gracias”, que nada arregla, pero fomenta el desentendimiento ante el dolor ajeno. Víctor se acerca a la miente (durante todo el filme), porque prefiere su propia compañía, antes que la hipocresía de los asistentes (en su gran mayoría) de los rosarios de su madre.

Esos círculos de oración ante los que se siente ajeno (como una forma de extranjerismo camusiano) y que pueden representar una especie de examen de readaptación junto a los moños negros de los rosarios, una prueba social para saber que se sufre legítimamente.

Los planos a detalle de los cortes de pelo en el local, con paredes de un color entre el turquesa y el menta, nos introducen a su mundo, a sus ojos, que han sido educados por la televisión, bajo los parámetros del cine “de antes” (bajo las alas de gigantes como Gavaldón o Bustillo Oro). Es mágico observarle frente al televisor, anonadado, fascinado por los despechos a blanco y negro.

Estas muestras de amor “a la antigua” lo convirtieron en “un clásico”, que se rasura con navaja y se emborracha por las noches, solo, en el medio de su sala, coreando a Los Panchos, perviviendo sobre su incapacidad por conseguir una “vida normal”.

Extraña a su madre (un personaje que nunca conocemos, pero que se manifiesta en sus batas, sillones, sábanas vacías, en la propia casa y en las actitudes de Víctor), aguanta a su tríada de amigos (nefastos, aprovechados e indiferentes ante su sentir) y prefiere apostar por el Atlas, un equipo de fútbol que “no le causa problemas”.

Admira y controla el mundo desde una de las sillas de su negocio (casi siempre vacío) que dan al ventanal; se reencuentra con su ex esposa, Susy Santillán, que le recuerda la miseria del amor de antaño (cada encuentro conlleva mayor sinceridad que el anterior, aunque, irónicamente, Víctor se sienta cada vez más lejano) y ayuda a desatar sueños vívidos (delirios persecutorios, en realidad) acaecidos en cuatro episodios distintos.

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En estas ensoñaciones (monocromáticas) se le observa con unos botines que por remate llevan mechones de pelo y, depende del instante, le acompañan las medias rotas de Susy, los audífonos de Rosy (una jovencita de un restaurante cercano, que funge, en cierta medida, como su conciencia y cordura) o un oso de felpa que carga junto a su padre.

Y qué decir del padre, que llega, en un primer momento, como un cliente más, solo para develar su identidad paternal días más tarde, así, sin más. Aunque el golpe más duro no es ese, sino el hecho de que la terna de cuates sabía más del tema que el propio Víctor. Pero, en fin, son “defectos que uno tiene”, como remarca el protagonista.

Se apoderan de su existencia, sobre todo Sergio (Carlos Valencia), uno de los compinches, que invade su casa (amablemente, por supuesto) y traspasa el velo de su refugio. Y vaya lujo poder tratar de entender todas estas acciones a través de un vehículo actoral como Antonio Salinas, que vive la indiferencia, el desasosiego de un personaje sin brillo o motivación alguna.

El metraje entero es la historia del declive, del inicio de “no tener remedio”, del voluntario masoquismo cotidiano y de los inminentes desgarros del alma. Todo este proceso se ve aderezado con ciertos recursos cinematográficos intrigantes, como aquel fotograma en el que la cara de Víctor se distorsiona gracias a un cristal o la breve secuencia en la que charla con Susy presenta a la cámara como una espía, desde un par de vasos en una barra.

La malagueña y su falsete, que traba la secuencia que muestra la cara de Víctor, en la peluquería, Sin ti y Gloria Lasso acompañan los abrazos con los ojos cerrados, las reuniones cannábicas en el techo de la casa de Víctor; son parte de una identificación musical, de un encuentro vivencial entre música y crepitación espiritual, interna, que demuestra la demacración de un hombre que ha extraviado las ganas por continuar.

Un video inserto, con un vetusto avión surcando los aires, marca el inicio del culmen, pues Víctor, arrancado, viaja a Brasil tras charlar con su padre (originario de aquellas tierras latinoamericanas), para ocupar la casa, que, es posible entrever, es una herencia de su abuela.

En Brasil la cerveza puede tener otro sabor, pero la soledad es exactamente la misma hasta que, el cauce de su nueva vida, le lleva al lado de una universitaria con quien repasa la necesidad de compañía. Se adapta, monta su peluquería y todo culmina, en un éxtasis peculiar, intenso, que reaviva sus ánimos.

Un metraje interesantemente opuesto a La mañana no comienza aquí, La sangre iluminada o al cortometraje erótico sacramental (una maravilla total gracias a la exploración artística dentro del concepto de la flagelación) Vocación de martirio, todos trabajos anteriores de Ávila Dueñas.

El peluquero romántico es partícipe de la charla sobre la moderna soledad intempestiva, siempre incomprendida, lejana y monstruosa. Un sensato ejercicio de interiorización ante la rapidez de una existencia fugaz en la que, por fin, el Atlas gana, contra todo pronóstico.

Por César Cárdenas (@gabolarios7)
Publicado originalmente en FilminLatino el 17 de febrero de 2022.