Push y la mentira del progreso

Push, el más reciente documental del director sueco Fredrik Gertten, aborda el problema de la gentrificación y cómo este fenómeno es el síntoma de una sistematización de la apropiación inmobiliaria por parte de corporaciones que basan su metodología en la especulación.

Leilani Farha es el hilo conductor del documental y, como Relatora especial del Derecho a la Vivienda de la ONU, establece los vasos comunicantes entre las comunidades de Notting Hill (Londres), Harlem (Nueva York) y Valparaíso (Chile). Las cuales se relacionan entre sí a partir de un neoliberalismo exacerbado en el que el mercado transgrede, por mucho, las políticas públicas de la vivienda. Incluso con regulaciones de carácter legal, compañías como Blackstone, compran de manera masiva viviendas a bajo costo (por su ubicación en la periferia) para remodelarlas y exponenciar su valor.

Las dificultades para comprar un bien inmueble –para la generación que nació en la segunda mitad de los ochenta en adelante– es el epítome de una metodología de extracción y apropiación por minorías que, en lo aberrante de lo inverosímil, compran propiedades sin tener el dinero, ya no digamos en su materialidad, sino en su virtualidad. Es fácil comprar cuando no es el propio el dinero en el que está en juego; la espectralidad de este tipo de compañías es tal, que el dinero que está en constante especulación es el de los socios inversionistas que buscan incrementar su dinero de la nada. Los intereses, así como el plusvalor, provienen de una fantasmagoría que ha sabido adaptarse desde los principios del siglo XVI con una burguesía que se consolidó como clase en el siglo XVIII. Pensar que el dinero se puede duplicar de la nada es peligroso porque nos hace creer que no tenemos agencia sobre las ideologías estratégicas de consumo: pagamos precios exorbitantes porque hay una ideología de progreso y de búsqueda de pertenencia a la cúspide de la pirámide. Reconocer estas estrategias, ideologías y deseos nos puede abrir la materialidad de la crítica del modelo de éxito imperante; nos abre la posibilidad de recuperar nuestra capacidad de agencia y praxis ante algo que parece inasible. El espectro antes de ser fantasma fue cadáver; es esa materialidad la que hay que acechar; la del cadáver podrido del capitalismo.

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El mercado es un espectro amorfo que dicta reglas y al que todxs quisiéramos pertenecer fervientemente. El peligro es que, en nuestro imaginario –también fantasmagórico y, además sumamente internalizado– pensamos que podemos acceder a los productos de lujo, y para ello estamos dispuestos a sacrificar una materialidad, una propiedad, por una renta. Spotify, Netflix y Uber son tres de los principales ejemplos de una aparente universalidad, una aparente abundancia que, en cuanto dejamos de pagar, nos quedamos sin nada: ni música, ni películas, ni auto. Éste es el mismo principio se busca replicar en los bienes inmuebles y Airbnb es el prototipo exitoso de probada escalabilidad. ¿Qué pasará en cien o en doscientos años, cuando estas compañías se hayan apropiado de la mayoría de los bienes inmuebles en el mundo? No sólo para su uso como bodegas, oficinas y entretenimiento; sino para lo primordial: la vivienda.

En este tiempo vertiginoso, que de tan veloz, ya no habitamos en él, nos ha arrebatado, entre otras, la memoria. La vivienda es un derecho constitucional, lo aprendemos en la primaria con las garantías que nos otorga la Constitución: la vivienda, la seguridad, la salud, la educación y la vida. Pareciera absurdo, inconcebible, que en el punto más alto del desarrollo tecnológico y monetario, al menos en México, la vivienda ya no es asequible como propiedad para un ciudadano de la clase trabajadora; la seguridad hace mucho que está escondida bajo el cielo sangrante del narcotráfico; el sistema de salud nos vomitó y nos volvió a vomitar todas las falencias que ya sabíamos desde el final del sexenio de Salinas de Gortari y la educación no pudo –en estos dos años de encierro– encaminar alternativas para la educación básica. La brecha que la generación de los nacidos en la primera década de los dos mil tendrá que enfrentar, será insalvable. Y, por último, la vida ha sido un problema, sobre todo de género; los feminicidios han sido consecuencia de un sistema misógino violento hasta el terror.

Push busca llevarnos de manera amena y ligera por nauseabundos senderos e intenta plantear soluciones que estriban en las instituciones, en reuniones entre ONGs, gobiernos e inmobiliarias que han desarrollado la espectralidad como modo de vida. Sin embargo, lo que palpita detrás de esas burocracia –necesaria e inevitable por el tiempo y el espacio en el que vivimos– es la organización civil, la comunidad que dialoga, que se enfada, que es desalojada, y que hace de la praxis creativa su forma de resistencia. Hace mucho que sabemos que lo más sensato es no jugar en este escenario mórbido y de políticas de muerte; sin embargo, permanecemos aquí, o por desidia, o por falta de imaginación o por falta de voluntad, y aún así, resistimos.

Por Icnitl Ytzamat-ul Contreras García (@mariodelacerna)

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