Mburucuyá: Cuadros de la naturaleza, deshojar el cuerpo

La gente que no piensa,
siente y habla como nosotros
va a encontrar difícil la solución
de este sueño.
Pero esto no ha sido escrito
para esas personas

En las películas del cineasta argentino Jorge Acha, el deseo se transforma en una herramienta que expurga la belleza de aquello a lo que apunta a través de dominación y control que pueden ser ejercidos con tanta crueldad como con sutileza. En Habeas Corpus (1986), la primera, el cineasta parecía tomar menos de Michel Foucault y más de la erótica de Jean Genet (Un chant d’amour, 1950), no para compartirla sino para ocultarla, como hace el protagonista con una revista de fisicoculturismo en la bolsa de su saco. La contemplación del cuerpo masculino, fuerte y vigoroso, enciende un amenazante deseo que debe ser ahogado con toda la violencia institucional posible, sea que ésta provenga del gobierno o de la iglesia.

En Mburucuyá: Cuadros de la naturaleza (1992), su obra póstuma, Acha lleva su visión crítica a un nivel mucho más allá del texto o de lo que la película dice, de hecho, sus trabajos son en su mayoría silentes y muestran un mayor interés en la forma que sus imágenes conjugan y, particularmente, lo que se percibe de las mismas. La película opera a un nivel sensorial, en donde la variabilidad tonal es tanto visual como aural y su montaje induce una serie de texturas y matices que solamente rivalizan con aquellos que se encuentran en la naturaleza, también generadoras de un deseo único que amerita otros mecanismos de control y sumisión.

Mburucuyá da cuenta de la expedición realizada por Alexander Von Humboldt y el botanista Aimeé Bonpland, una extensiva búsqueda por especies “raras”, a finales del S. XVIII a lo largo de América y, particularmente, alrededor del Orinoco.. Ante el asombro de la riqueza y variedad de biodiversidad encontrada en sus viajes, ambos comenzaron una labor taxonómica que impone un nuevo orden sobre el que los nativos ya habían establecido. La fascinación inmediatamente da pie a la urgente necesidad de someter y poseer, tal como sucede con el prisionero de Habeas Corpus.

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Tres nativos Yaruro que guían a Humboldt y Bonpland en el trayecto son mantenidos cautivos e inadvertidamente reflejan ese encantamiento con la raza ajena al que Humboldt alude en una de las muchas misivas bilingües (tanto en español como inglés) que se escuchan a lo largo de la película. A diferencia, por ejemplo, de la densa pero lúdica exploración antropológica que hace el chileno Raúl Ruiz en Het Dak Van de Walvis (1982), Acha sugiere una expedición tan voraz e invasiva como las de Fernando de Magallanes, hecha posible por otras figuras como Cristóbal Colón y Americo Vespucio, quien asignó nombre a una buena porción de los territorios del mundo.

Acha mantiene un sentido de artificialidad a lo largo del proyecto que contrasta con la belleza natural de las locaciones reales. Esta selva es una invención, por ello hay algo que se siente orgánico en su deliberada artificialidad. Bajo la cámara de Acha, los colores de las flores son aún más nítidos y vivos, los sonidos de la selva se tornan aún más armoniosos y las relaciones entre colonizados y colonizadores toman una dimensión erótica, por ello no resulta casual la ominosa presencia de Tristan e Isolda en la pista sonora: el encuentro de dos cosmogonías se ve como un épico y trágico romance. Aquí, las aves pueden cantar al ritmo de la música de Wagner, los cuerpos de los hombres nativos son capaces de amamantar a las crías y los misionarios devoran la fauna local, de manera que la película constantemente oscila entre el hechizo febril de un sueño y una perturbadora pesadilla.

El montaje de Acha resulta fundamental para que el mosaico que compone se integre con solidez sin dejar de ser dúctil, como si la imagen fílmica también pudiera guardar una cualidad similar de asombrar como las de la flora descrita por Humboldt y Bonpland; también una vitalidad que se percibe a través de cortes casi rítmicos y bellísimas transiciones entre escenas que por momentos son reminiscentes de las películas del italiano Carmelo Bene. En Mburucuyá, Acha crea un espacio vivo a partir de la invención y sometimiento de otro, como si después de que un botanista abra y destruya una flor para estudiarla, el cine pudiera ser capaz de reconstruirla, aún si, como se dice en la película las obras de arte perecen en el naufragio del tiempo.

El gesto de Acha es llevado a una sublime escena final: retornar a la naturaleza una cualidad arrebatada por el orden y la estructura de la disciplina colonial, transformar las cartas de Humboldt en un colorido delirio y que todos los cuerpos deshojados, botánicos o humanos, regresen a tener forma.

Por JJ Negrete (@jjnegretec)