Hay países que por su tamaño parecen pasar desapercibidos para el resto del mundo. Cuando se habla de Europa, es más fácil que se hable de la Torre Eiffel, el Coliseo Romano, el Big Ben, que de Bélgica. Quizá los famosos chocolates y waffles belgas aparezcan en alguna charla, pero una de cada 100 veces dominará el diálogo. El documental The Sound of Belgium (2012) busca demostrar que el pequeño país ha producido algo más que productos lácteos: excelente música.
Para el director Jozef Devillé, no son los belgas los que crean la música, sino al contrario. El estilo de vida de su país sería impensable sin la aparición de ésta; ambos han caminado juntos en el último siglo y han definido la importancia –a veces imperceptible– de Bélgica en el continente europeo. Desde la creación de bares en las carreteras –llenos de franceses, ingleses o alemanes– y sus órganos automatizados –por los años 20–, hasta el desarrollo de la música New Beat o sus contribuciones al techno, un par de géneros que incendiaron las pistas de baile alrededor del mundo en los 90.
Uno de los puntos más interesantes del trabajo es la unión de la fiesta con el alcohol, infaltable lubricante de la escena, aunque sin efectos abrumadores. Devillé pinta un panorama donde la música y su efecto como estimulante social es/era más importante que cualquier sintético o destilado. Claro que el realizador muestra los hechos filtrados por una mirada romántica, llena de nostalgia; seguro eran las bebidas con piquete las que provocaban el ímpetu fiestero y no las notas expulsadas por las bocinas; sin embargo lo cuenta con una honestidad que compensa la subjetividad.
Su intención es la de tejer un relato oral de la época añorada, como una plática entre amigos, por eso la subjetividad no entra a juego y en ningún momento trata de venderla o forzarla. Los involucrados en verdad extrañan el ambiente; en el fondo saben que lo más importante es disfrutar la fiesta mientras dure.
¿Alguien sabe dónde venden el maldito soundtrack?
Por Rafael Paz (@pazespa)
