‘Deathgasm’ o cómo la amistad prevalece en el infierno

La nostalgia de la década de los ochenta ha permeado la escena musical y visual los últimos años. La relectura de piezas fundamentales en la construcción del imaginario posmoderno se ha vuelto un cotidiano: sintetizadores y luces neón envuelven el éxito de Stranger Things (Hermanos Duffer, 2016), el pop y la plástica de leopardos y piel, regresan en el musical Mentiras (Manuel López Velarde) o la euforia desmedida en las nuevas entregas de la saga de Star Wars. Deathgasm (Jason Lei Howden, 2015) es un híbrido que bebe del gore/slasher, la comedia y el terror para instalarnos en una narración lúdica de adolescentes en las que prevalece el doble bombo, riffs lacerantes y referencias que transitan entre las comillas y la escritura propia.

Después que la madre de Brodie (el ex Power Ranger Milo Cawthorne) ha sido internada en un hospital psiquiátrico, el adolescente metalero es llevado a vivir a casa de su tío católico ortodoxo en Greyponit. Brodie también tendrá que acoplarse a la nueva escuela, en donde su sentido del bien lo lleva a hacerse amigo de Dion (Sam Berkley) y Giles (Daniel Cresswell), dos entusiastas de los juegos de rol y sus repercusiones. Extraño, marginal y amigo de dos sujetos que se preocupan más por un manual de juego que por sus propios cuerpos bañados en orines ajenos, Brodie encontrará en el metal la respuesta a la vida: Metal is the way.

Todo lugar es un buen lugar si hay una tienda de discos o películas (memorias involuntarias de Dawson); es ahí donde el mundo se configura. Con un acetato de Poison en la mano, Brodie conoce a Zakk (un intempestivo James Blake), quien será su escape a la placentera praxis caótica. Todo entusiasta de la música da el paso natural: tratar de deletrear el mundo con un instrumento en la mano. Fue fácil formar la banda, cuatro adolescentes odiando su devenir: DEATHGASM así, en mayúsculas, porque las bajas son para los pusilánimes.

La opera prima de Lei Howden es un homenaje a los clásicos del género: Hallowen (John Carpenter, 1978); Friday the 13th (Sean S. Cunningham, 1980) o Evil Dead (Sam Reimi, 1981) con un vínculo lúdico e inteligente que por momentos nos recuerda a Zombieland (Ruben Fleisher, 2009) o Bad Taste (Peter Jackson, 1987). Revistar un género, beber de las raíces, acudir a los clásicos, siempre será un proceso en el que difícilmente no se emerge con un buen corpus. La narrativa de Lei Howden busca la sencillez, los escenarios ya concurridos de la adolescencia (la atracción sexual corporalizada por la ex power ranger Kimberley Crossman, las drogas, la música, la rebeldía, la amistad, la traición) y los tópicos comunes del género; sin embargo, el sabor añejado y la textura ochentera pasan a segundo término cuando la banda sonora es la columna vertebral en el universo de Howden; su narrativa emana del speed, del goth, del trash, del black, del heavy o del hard; el ritmo está dictado por Elm Street, Emperor o Skull Fist; sin metal, no hay camino, no hay narración, no hay película. La ambientación, el vestuario, la atmósfera es un collage de los artes de 8 Foot Sativa o Beastwars o Bulletbelt con alucinaciones propias de las leyendas nórdicas o de la tierra media de Tolkien.

La delicia de la irresponsabilidad de la adolescencia, del egoísmo, se saborea en la venganza de Brodie intentando invocar los poderes oscuros del Himno Negro; la irreverencia y desenfado del sinsentido en una memorable escena donde los falos del placer y la cuentas gigantes de posibles rosarios de la ortodoxia, hacen las veces de armas contra unos zombies, también ortodoxos.

Asistir al mundo irrisorio, conflictivo, violento, sexual y transgresor del adolescente a través de épicos riffs e intestinos a la menor provocación, sigue siendo una bocanada necesaria en donde la búsqueda de sentido ha sido avalada en los solemnes caminos que llevan a Boyhood.

Por Icnitl Y García (@Mariodelacerna)